“Seré tu espejo / Reflejaré lo que eres / En caso de que no lo sepas”
I’ll Be Your Mirror, The Velvet Underground
Hubo un tiempo, no importa si mejor ni peor (¡el momento es siempre aquí y ahora!), en que uno escuchaba una tonada de gusto muy particular y desde ese exclusivo momento, al que podía contribuir la recomendación de alguien o un cartel o cualquier otra señal exterior, la difícil misión era hacerse con una manera de acceder a esa pieza. Era parte del desafío. Ni siquiera las flaquezas económicas, eventuales o perennes, serían obstáculos. Y algunas veces, algunos, en ciertos lugares y ocasiones, ejercimos el extraño privilegio de acercarnos a una tienda (los pedidos por correo, el traslado a otra ciudad o el encargo a conocidos eran otras opciones) para obsequiarnos con un objeto que tenía todo lo que hacía falta: audio que se convertía en una experiencia inconmensurable y una envoltura para situarse, material para iniciar aventuras con la imaginación y que incluso a veces, las menos, se acompañaba de la palabra escrita. Sí, es posible que algo parecido pudiera hoy producirse a partir de un archivo virtual. Pero aquí hablo de elepés, no sólo por la dimensión del objeto, que también, si no por lo que tenía de compleja elucubración y montaña rusa de la fabulación y los sentidos. Pues eso, que uno iba al bar y puede que consumiera mucho menos de lo que deseaba (a veces una sola cerveza que duraba en la mano más de lo normalmente posible) o cualquier otro gasto hedonista, cuando no se interponían otras prioridades inevitables, pero de vez en cuando, eso sí, te acercabas a la tienda de turno y paseabas entre sus estantes, clasificados según el buen criterio arbitrario de turno, rebuscando material con unos dedos cada vez más entrenados. Y a veces uno marchaba ansioso con un tesoro en la mano. Yo aquí recuerdo, aparte de los grandes almacenes, algunas tiendas céntricas. Otros, en su ciudad, pongan las que quieran. A Record Sevilla, en la calle Amor de Dios, que aún a día de hoy sigue existiendo aunque se haya desplazado de local, la nombro sin dilemas. En esa tienda de material de segunda mano sabías que el dueño, esa vez sí, era de tu misma afición y que te ofrecía buen precio y arqueología musical con garantía de devolución. También financió alguna aventura cuando le vendí material que ya no usaba. Además quedaba cerca de la Alameda de Hércules, que en ese momento aún poseía algo de fascinación de arrabal en pleno casco antiguo. Hubo otras que fueron, en su momento, tan importantes o igual de frecuentadas. Para mí y para los que fueran como yo se queda. Y luego el periplo ocasional por otros lares. Una capital para los melómanos de provincias significaba, entre otras cosas, tiendas de discos. Por no hablar de Londres, la gran capital para esa tarea. Pero cuando pasé por allí la economía servía básicamente para otros pequeños caprichos que no vienen a cuento. No importa, la vista del bullicio en las calles era suficiente regalo por sí mismo. Y que nos quiten lo bailao, que se dice.
Pero vayamos a lo que aquí importa, la música en envoltorio grande. Parece que esa costumbre ha vuelto a ponerse de moda, se publican exitosas ediciones limitadas para coleccionistas[1] o fanáticos e incluso algunos a quienes no corresponde por edad descubren el placer del sonido de los surcos del vinilo. Pero en líneas generales ya no se acumula tanto objeto físico cultural, una especie de suerte. Vale, hasta ahí bien. Pero de verdad que sin exagerar (o bueno vale, sólo un poco) para mí fue casi tan importante el recuerdo sentimental de los primeros escarceos íntimos con una fémina como, por ejemplo, descubrir a Patti Smith en foto de su amante y posterior amigo de por vida Robert Mapplethorpe[2] para el Horses, lista para cantarte sus cuitas. Y puede que compartieras el placer de ese descubrimiento en la afortunada compañía de la diosa de turno, ahí la experiencia no tenía comparación. Y tomabas la aguja del tocadiscos y la dejabas caer: ¡plonc! Los sentidos se ponían en alerta ante lo que ese momento iba a deparar y allí estaba ese comienzo: “Jesús murió por los pecados de alguien pero no por los míos”. En ese momento puede que no supieras lo que decía ni falta que hacía. Instintivamente adivinabas que con ese tono te estaba contando lo que nadie te había dicho hasta ahora y que te iba a costar aprender de otra manera. Lo siguiente podía ser hacerse con un diccionario y armarse de valor para traducir y sacar sentido a todo el conjunto con más o menos dificultad, según te manejaras con el idioma foráneo. Pero ya desde la portada esa chica no atractiva en el sentido comúnmente aceptado y algo andrógina incluso, iluminada por un rayo de sol entrando por la ventana y llena de actitud con la chaqueta al hombro, parecía estar diciéndote: “aquí estoy yo para contarte esto y lo sostengo pese a quien a pese, que es lo que tú deberías estar haciendo”. Luego, con el tiempo y la curiosidad, te ibas enterando de su situación personal. Y aquí toca dar las gracias a algunos que ya sabían y te contaban, pero también a una jugosa biblia del tema por aquel entonces, el Popular 1, una revista que indagaba en todo aquello que los demás medios no mencionaban. Aparte, claro está, de programas televisivos como Metrópolis o La edad de oro, por ejemplo.
Pero, cosas de la antigüedad mediática aparte, el primer impacto importante para mí, y uno que no puedo olvidar, es el London Calling de los Clash. Esa inigualable portada, jamás superada por lo que tiene de emblemática, ya te avisaba del tren que se te venía encima. La instantánea retrataba al bajista a punto de estrellar el instrumento contra el suelo en un arranque de furia. Tomada por la fotógrafa Pennie Smith durante una gira (otras secuencias de aquel periplo decoraban el interior), la imagen estuvo a punto de ser desestimada por su ligero desenfoque. Pero, en muchas ocasiones, la imperfección significa acierto. La tipografía en letras verdes y rosas, copiadas del primer largo de Elvis para los estudios Sun de Memphis, hacía el resto. Y ahí no había marcha atrás. Estabas perdido, insuflado de energía vital. El azote del primer corte homónimo con Joe Strummer descargando bilis sobre la desidia urbana, la consiguiente descarga rockabilly de la celebración de tener un Cadillac versión de la canción de un roquero francés llamado Vince Taylor ahora olvidado pero que inspiró incluso a Bowie, o ese Guns of Brixton en clave reggae que el bajista de la portada cantaba sobre su barrio con todo su carisma involuntario puesto en ello, o la policía que venía a buscar al granuja Jimmy Jazz, etcétera. Todo el resto de ese repertorio no daba lugar a bajón o descanso, homenaje a Lorca y los vencidos de la Guerra Civil Española incluído con un penoso español mascullado en el estribillo de Spanish Bombs. Un disco doble sin más tregua que la de dar vueltas a sus caras, estabas sin aliento con cada corte. Y te lo ponías sin descanso, una y otra vez. Y nada podía contigo esos días.
Otro que tal bailaba, aunque en una dirección más sofisticada y brutal al mismo tiempo, era Iggy Pop. En la portada del Raw Power (poder crudo) uno adivinaba a un alienígena primitivo, no a la manera de Bowie, como la generalidad de entonces se empeñaba en señalar, sino mucho más cavernícola y rompedor, emitiendo misiles directos al cráneo. Músculos de depravación y bulevar. Pildorazos sónicos y metaleros. Eso era la cosa auténtica, no cabía duda. Un animal sexual salido de otro mundo. Sin domesticar. Uno lo miraba y veía a una especie de deidad del inframundo, pelo y pantalones de color plata y torso al desnudo como un indígena moderno y suburbial crecido en las aceras. La realidad pudiera ser cualquier otra, la indagación luego te hacía completar su cosa cotidiana y era más o menos como lo esperabas. Había que ser cauteloso con eso, la propaganda te regalaba los oídos con cualquier historia que quisieras oír, aunque en su caso cabía poco engaño. Sólo había que verlo. Pero además todo eso daba igual, era poner el primer corte del álbum y el destello y las hostias allí estaban. “Soy un guepardo callejero con el corazón lleno de napalm/ Soy un hijo fugitivo de la era de la bomba nuclear/ Soy un chico olvidado por el mundo/ Uno que busca y destruye”, así comenzaba aquello. Justo lo que uno esperaba. Mick Rock fotografió en concierto a Iggy Pop y su banda, los Stooges, en un momento convulso, cuando Iggy trataba de salvarse de la quema y se dejaba producir y manipular por David Bowie y su oficina. Poco se puede objetar a esa utilización, probablemente aquello le salvó del olvido y la depravación absoluta. Y otro acierto en la tipografía, unas letras a la manera de las historias de terror que hablaba a las claras de lo que allí se contaba, historias de callejones, caravanas como hogar, noches durmiendo donde te pillaba y otras cosas que ni el propio Iggy podría rememorar. La historia de la música chabacana en unos pocos minutos, un antes y un después. Todo el blues y el rock de los años previos condensado en una grabación terrorífica pero brillante que data de 1977. Y esa cazadora de cuero con un guepardo rugiendo que Iggy lucía en las fotos interiores merecería capítulo aparte. El parcial éxito contagioso de su propuesta parecía refrendar la ficción de revuelta que se producía en la influyente novela de William Burroughs, Los chicos salvajes (1971): “Nuestro propósito es el caos total. Pretendemos marchar sobre la máquina policial en todas partes. Pretendemos destruir todos los sistemas dogmáticos verbales. Erradicaremos la unidad familiar y su expansión cancerosa en tribus, países, naciones y todas sus raíces vegetales. No queremos escuchar más charla familiar, charla maternal, charla paternal, charla policial, charla gubernamental o charla festiva. Para que se nos entienda, estamos hartos de tanta mierda”.
En la misma estela no se pueden olvidar dos grabaciones importantes y que tienen al ya desaparecido Lou Reed como protagonista, la primera de ellas con su banda The Velvet Underground, que con esa portada de la banana esta vez no nos avisaba, salvo para los más enterados, de la pesadilla con paradas en el limbo y las caricias que contenía el interior. “Aquí llega él/ Todo vestido de negro/ Zapatos de Puerto Rico/ Y un enorme sombrero de paja”, narraba en I’m Waiting For The Man sobre la espera del dealer local pero que podía también interpretarse en un pretendido doble sentido como la espera a un chapero. Lou Reed era un chico de clase acomodada pero integrado en el delirante ambiente intelectual y bohemio de la contracultura neoyorquina, que habría de absorber como mirón y lector avispado e inspirado todo el ambiente decadente de la historia y la literatura y, por supuesto, los pensamientos, anhelos y frustraciones que volaban por el aire a deshora. Y ahí parió, con la ayuda del resto de la banda, un primer disco que iba a convertirse en un imprescindible a pesar del ruidismo intencionado de algunos de sus pasajes. La portada de la banana que se podía pelar retirando el adhesivo la firmó Andy Warhol, que habría de tomarlos bajo su amparo apropiándoselos como haría con tantos otros personajes, vampiro sibilino que además tuvo el acierto de imponer a la inexpresiva modelo alemana y a partir de entonces cantante Nico como estrella invitada de la banda. Una vez abandonada la Velvet, unos discos después, el joven Lou se puso también, como haría Iggy, bajo el amparo de un admirador como Bowie, británico apasionado del sonido de la América sucia, para contar sus historias de vida en el margen de la que no le habían apartado los electrochoques siquiátricos para acabar con su vida alocada, novia transexual incluída, financiados por su escandalizada familia. Y publicó Transformer, cabaret, rock, alta literatura contemporánea en un puñado de canciones como perlas. Historias cortas de la realidad de la contracultura, el fulgor de la cotidianeidad en el margen de la sociedad, las pequeñas películas de Warhol sublimadas. Y, como no, el Paseo por el lado salvaje. En la portada de nuevo una foto tomada por Mick Rock en vivo pero pasada por imprenta para hacer parecer al protagonista un personaje más inventado que verdadero, pero real como la vida misma. Tal como sus canciones.
En el mismo Nueva York del que hablaba Lou Reed se había desarrollado una pandilla de rufianes semi-travestidos pero que aparentaban estar cargados de testosterona y que mezclaban rock clásico y descaro, a la manera de unos Rolling Stones de serie B. En la portada de su primer disco los New York Dolls se presentaban con sus pintas imposibles, sentados en un sofá, fotografiados en blanco y negro y con poses ambiguas. La aventura original duró poco, unos cuatro años y un par de discos. Tras la disolución el más golfo de aquellos secuaces, el guitarrista de familia italiana Johnny Thunders, sería el que mejor partido sacaría a su carrera en solitario, girando por varios países y publicando un buen puñado de álbumes desiguales en calidad pero siempre llenos de aciertos. En 1988 veía la luz su último álbum oficial, una colección de versiones de algunos clásicos de la música popular que fue usado como parte de la banda sonora de la floja película francesa Mona et Moi, donde aparecía él interpretando una especie de caricatura de sí mismo bajo el nombre alterado de Johnny Valentine. El disco lo grabó junto a Patti Palladin, cantante de la banda punk femenina Snatch, quien se encargó también de la producción. En su portada aparecían ambos retratados a la manera de un par de estrellas del Hollywood clásico por Leee Black Childers, un colaborador y asistente de Andy Warhol. Lo más llamativo de la portada quizás era una tipografía en relieve en color dorado que le confería un carácter único y preciosista. Thunders habría de morir tres años después por motivos no del todo aclarados en el cuartucho de un hotelito de Nueva Orleans. Al menos el infortunio suicida y autodestructivo de los excesos y la adicción respetó la grabación de aquella joya.
Warhol lograría su obra maestra en cuanto a portadas se refiere con los Rolling Stones. La banda estrella del momento, con permiso de otras de la época, estaban en su mejor momento en cuanto a absorción de la cultura popular angloamericana y privilegios de dioses en el planeta Tierra, seres casi mitológicos. Y con el mejor guitarrista que han tenido entre sus filas, Mick Taylor, encargado de subrayar con técnica impecable las composiciones de aquellos canallas. Así, bien inspirados, les salió Sticky Fingers (dedos pringosos). La portada, que señalaba las connotaciones sexuales de las notas musicales y las historias de las canciones si lo queremos ver así, presentaba un pantalón vaquero a la altura del miembro masculino con una cremallera real que podía descorrerse para presentar los calzoncillos. Nos avisaba de ese country-blues-rock que era una paliza sexual y macarra fruto de sus propias vidas entonces, ese deambular entre la clase alta, la carretera y la trastienda de la sociedad que combinaban sus varios integrantes. El álbum donde la refinación inteligente de Mick Jagger y el instinto pirata de Keith Richards presentaban su balance más apropiado. Y ya aparecía ahí ese logo de los labios y la lengua que sería marca de la casa para los restos (ojo, eso no es atribuible a Warhol).
En 1988 el australiano Nick Cave publicaba Tender Prey, su quinto álbum bajo el nombre Nick Cave & The Bad Seeds, formación surgida de la disolución de los caóticos y desastrosos The Birthday Party. Grabado aún durante su estancia en Berlín, que fue su lugar de residencia y sinergia creativa por unos años, mostraba en la portada a un Nick, fotografiado por su amigo Bleddyn Butcher, con todo su carisma y elegancia definidos, a la manera ya, esta vez sí, de una sólida figura emergente del rock pero, al mismo tiempo, como si de un escritor dandi o un maestro de ceremonias subterráneo se tratase, fiel reflejo de sus intenciones artísticas. Chaqueta negra, camisa roja, anillos, repeinado pero tez mortecina como el yonqui que aún era, justo con el mismo aspecto con el que iba a aparecer en sendas interpretaciones de la época en un club para la película de Wim Wenders El cielo sobre Berlín. Con esa portada se perpetuaba como una especie de Edgar Allan Poe punk, un predicador de las cloacas interesado tanto por las ciénagas perdidas del paisaje norteamericano como por el espectáculo decadente de preguerra europeo. Indisociable con el ámbito de Nick Cave en aquel momento, aunque con el tiempo tomaran caminos separados, es la polifacética neoyorquina Lydia Lunch, cantante, escritora, poetisa, performer y otros menesteres, que unos años antes había publicado su Queen of Siam, donde con voz cándida (previamente gritona y que mutaría tiempo después en cazallera) pero desafío astuto se presentaba como una bruja urbana y sensual en la portada, donde aparecía su turbador y pérfido reflejo mirando a cámara. Los similares tonos negros y rojos de ambos álbumes, además de cierta historia e inclasificable estilo en común, los vinculaba en estanterías públicas y privadas. En la misma onda, aunque posterior, cabe reseñar a la bella Anita Lane, quien fuera amante en años sombríos de Nick Cave. Su Dirty Pearl (perla sucia), posterior a los de Cave y Lunch, presentaba en la carátula, como si de una inquietante pintura se tratara, su rostro serio en primer plano mirando de soslayo al espectador. Las canciones, a pesar de su estilo vocal cercano al pop, no hacían sino refrendar esa percepción.
Y del sombrío e industrial Manchester británico nos llegaron rendidas noticias de una banda que andaba construyendo, siguiendo una enjundia de influencias difíciles de identificar, lo que vendría a ser un sonido propio y una corte de devotos. Los Smiths no eran rock ni pop ni nueva ola. Sonaban punk a ratos pero tampoco. Inclasificables. Pero no sólo importaba su sonido propio, era notorio que su peculiar cantante despotricaba en sus dramáticas pero sarcásticas letras con conciencia de clase obrera contra la sociedad conformista y estrecha de miras tanto como contra la insatisfacción personal. A la revolución a través del costumbrismo, trasladando a la música popular el poso del cinematográfico nuevo realismo italiano y el surrealismo de la comedia británica más barata, aunque su cantante reivindicaba constantemente como ídolos de cabecera a dos personajes tan dispares como James Dean y Oscar Wilde. Ese dislate de ideas funcionaba de manera genial y te dejaba después de la escucha un regusto agrio a reevaluación de la vida y ánimo antisocial que, sin saber cómo, se volvía hipnótico y adictivo. Y todo ello contrastado por esa voz feísta pero atrayente y unas guitarras que sonaban actualizadas pero atemporales a la vez. El caso es que esa banda llevó el arte de las carátulas un paso más allá que ninguna otra, si veías uno de sus discos no hacía falta ni leer la tipografía, sabías inmediatamente que eran ellos. Desarrolladas por el cantante, Morrissey, junto a su equipo de confianza para la tarea, Caryn Cough y Jo Slee, en la práctica totalidad de su producción aparecía una foto en distintos tonos monocolor de algún personaje, escogido de entre su vasto santoral de iconos. Todo un acierto que venía a añadirse a la percepción y estigma de su música. Su disco probablemente más valorado, el que se considera casi unánimemente como cumbre de su producción, se titulaba The Queen Is Dead y mostraba un enigmático fotograma de Alain Delon, pasado por una pátina verdosa, sacado de una de sus películas menos conocidas pero más subversivas, La muerte no deserta (Alain Cavalier, 1964). El título del álbum y su correspondiente canción homónima despreciaban a la familia real británica con ironía pero también con furia, bien subrayado con la potencia de la música. Pero, todo es pretendido misterio en las maneras de Morrissey, también podría ser una reminiscencia gay, una broma privada, la reinona ha muerto. Eso sólo él lo sabe.
Quizás las cubiertas de los Smiths estaban afectadas en cierto modo por la estética del álbum de Marianne Faithfull, Broken English. El título parecía referirse a ella como inglesa deteriorada, pero en realidad la canción homónima era una especie de metáfora con respecto al inglés macarrónico y la actividad de la terrorista alemana Ulrike Meinhof. La Faithfull[3] había sido descubierta por el representante original de los Rolling Stones tras quedar impresionado por su belleza y aspecto angelical en una fiesta. Se la lanzó al mercado como una cantante entre folk y pop, para lo que se forzó a Jagger y Richards cuando los Stones eran sólo una buena banda de versiones a componer su primera canción, As Tears Go By. A partir de entonces surgió un tándem compositivo infalible y la jovencita de familia aristocrática pasó a formar parte del séquito de la banda. Ella abandonó a su marido para pasar a ser la novia oficial de Jagger y mudarse a vivir con la tóxica pareja formada por el guitarrista original de los Rolling Stones, Brian Jones, y la caústica modelo Anita Pallenberg. Vinieron años de libertinaje y desenfreno, redadas policiales incluídas, en los que la cresta de la ola la iba a escupir finalmente agotada, desengañada y adicta. En 1979 estaba viviendo casi en la indigencia, ocupando ilegalmente un piso con su novio bajista de una banda punk (los Vibrators) y tratando de sobrevivir a su enganche a los opiáceos cuando, imbuida de ese ambiente, salieron al mercado las canciones de aquel disco, cargado de mala leche y signos de los tiempos, que además estaba musicado muy al estilo de la nueva ola y cantado con una voz quebrada por años de excesos y nicotina. Esa voz ronca iba a convertirse en su seña de identidad. Fue un éxito relativo que la situó en una esfera independiente y de alguna forma le permitió asumir una personalidad artística propia para, a partir de ahí, construir una carrera. En la portada aparecía ella fotografiada por el británico de vínculos jamaicanos Dennis Morris, casi anónima, tapándose la cara con el brazo, en una mano sosteniendo un cigarro cuya brasa era la única nota de color (aparte de la minúscula tipografía) que destacaba dentro del uniforme tono azulado que vestía aquella imagen. A partir de aquella colección de canciones no sería nunca más asumida como esa chica del ámbito de los Stones cuyo flaco mérito era ser bella. Con el tiempo se ha visto reconocida la influencia que ella y la Pallenberg (posteriormente pareja durante años de Keith Richards) tuvieron en la explosión de creatividad de la popular banda de rock.
Aunque si hablamos de bandas preocupadas por sus portadas y apariencia no se puede pasar por alto a los Cramps. De factura propia y casera, el cantante apodado Lux Interior y su pareja, la guitarrista conocida como Poison Ivy, comenzaron en cierto momento de su carrera a desarrollar para las portadas de sus discos una estética a la manera de las modelos pin-ups pero con algo de mal gusto intencionado que hablaba muy a las claras del salvajismo de su música, una amalgama garajera con hechuras de rockabilly básico que daría nombre al estilo conocido como psychobilly. Esas portadas alcanzaron su sello característico y momento cumbre en A Date With Elvis (1986), Stay Sick! (1989) y Big Beat From Badsville (1997) en lo que a imagen de larga duración se refiere. En todas aparecía ella como una especie de femme fatale. Para A Date With Elvis era retratada como una diablesa de vodevil ataviada con complementos de tienda de disfraces y sentada sobre una tela de seda pero rodeada de trastos y suciedad, justo lo que su música pretendía, la sofisticación de los bajos instintos y la cultura basura. Badsville mostraba originalmente a Ivy sentada en un bombo de batería, vestida con lencería de encaje, abierta de piernas y navaja en mano, lo que marcaba un aviso del contenido y un tributo a sus influencias. Otras fotos de la misma sesión decorarían objetos promocionales y futuros formatos. En Stay Sick! aparecía nuevamente en ropa interior pero subrayando sus nalgas como punto de atención. Las tres portadas, como tantas otras de las suyas, eran un rendido homenaje del cantante a su musa y pareja, su alma gemela y compinche de fechorías musicales, esa guitarrista de maneras gélidas y terriblemente carismáticas sobre el escenario que rasgaba ritmos infecciosos e hirientes con su característica guitarra Grestch naranja reminiscente de las momentos del inicio del rocanrol. Para mí no hay ni habrá en la música otra pareja igual si exceptuamos, salvando las distancias, a Serge Gainsbourg y Jane Birkin, la bella y la bestia en versión kitsch. O quizás como un equivalente más cercano geográficamente se podría citar a Eduardo Benavente y Ana Curra (Parálisis permanente), que también acertaron con una portada memorable para su disco El Acto, fotografiados por Pablo Pérez Mínguez con toda su intención fetichista sacrílega y sagrada, modernos y clásicos al mismo tiempo, rubricada la imagen por una tipografía que recordaba al Raw Power.
Y hablando de compinches de fechorías, los Sex Pistols, a pesar de que la formación duró sólo un disco y una película como no podía ser de otra manera en semejante reunión de personajes, supusieron un puñetazo en el estómago de la sociedad de tal magnitud que aún hoy sigue resonando. Ninguna banda ha influido tanto con tan poco. Y entre sus hallazgos, además de la distorsión y la provocación, está esa carátula del Never Mind The Bollocks (no importa un carajo) con colores chillones y letras recortadas a la manera de una nota anónima, concebida como todos sus artículos de promoción por el artista Jamie Reid, que también influyó lo suyo. A ello hay que sumar su ligazón con la moda a través de la diseñadora Vivienne Westwood y su tienda londinense, Sex, que compartía con el mánager de la banda, Malcolm McLaren. Toda una operación sediciosa orquestada. La llama verdadera ardió bien poco, concretamente hasta que se le ocurrió al mencionado representante, que ya estaba experimentado en el caos habiéndose encargado de los New York Dolls, hacerles girar por Estados Unidos para ampliar su notoriedad. Unos cuantos conciertos previos en garitos tejanos y sureños, donde los seguidores se enfrentaban a sus propias familias para poder verlos y ante la sonada oposición y agresividad de algunos cerriles locales que se dedicaban a despreciarlos, para llegar finalmente con todas las expectativas ante la audiencia de un pabellón de conciertos de San Francisco donde, harto ya de todo aquello, su cantante John Lydon, conocido como Rotten (podrido), se arrancó con el No Fun (no es divertido) de los Stooges de Iggy antes de vociferar: “¿Nunca os habéis sentido estafados?”, tirar el micro con rabia y largarse. Ahí está el origen de la estancia del bajista Sid Vicious en el bohemio Hotel Chelsea de Nueva York, que daría paso al misterioso asesinato de su novia Nancy del que fue acusado para morir él también por sobredosis de heroína poco después. Un completo desastre de serial barato pero real como la vida misma que tiene su lugar entre las anécdotas del siglo XX y que pone fin a esta trasnochada crónica sobre alguna de la memorabilia roquera.
Otros contarán otra historia gráfica y musical guiados por sus filias y fobias, influidos también por la casualidad, las amistades o la información que encontraron disponible. Y por supuesto algunas propuestas de entonces, que el tiempo se ha encargado de señalar como infumables para quien esto subscribe, ya no merecen ser rememoradas. Y hay discos igual de importantes pero en los que no destaca especialmente el cuidado de su presentación, por falta de gusto o interés o presupuesto no importa, aunque cabe apuntar que igualmente existieron algunos sellos discográficos que pusieron auténtico mimo y dedicación al servicio de la presentación, tanto como al de la música. Pero eso es lo que hay por ahora, lo que me nace declarar de momento. Por descontado que aún a día de hoy sigo descubriendo material, no solo cosas que se me escaparon entonces sino también material que se hace actualmente y que merece mucho la búsqueda aunque sea en otro formato. Y por supuesto de momento no ha caducado el hecho afortunado de que suene tu música favorita en el bar o de traducir letras y sentimientos en buena compañía. Ahí vamos, ahí estamos. Las buenas malas costumbres que no se pierdan.
El arte del envoltorio de los discos. En aquel tiempo me podían poner la obra de arte más apabullante que se pueda imaginar por delante que para el chaval que yo era no había creación comparable a las enormes carátulas y su fabuloso contenido.
Juan Pedro Salinero, Octubre 2015.
Fotografía: El refrigerador, por Juan Pedro Salinero.
1.- A tener en cuenta las recientes y curiosas ediciones especiales de la discográfica Third Man Records, propiedad de Jack White (ex The White Stripes).
2.- Imprescindible el libro que escribió Patti Smith sobre su relación con Mapplethorpe, Eramos unos niños (Editorial Lumen).
3.- La autobiografía de Marianne Faithfull (Editorial Celeste) es un libro absolutamente recomendable, incluso para no interesados en el tema.
Escuchando: Barry Adamson & Nick Cave – The Sweetest Embrace (https://www.youtube.com/watch?v=jUtpw7XPWY0)
Mirando: Tatal Fantoma (Lucian Georgescu, 2011) (http://www.thephantomfather.com/)
Leyendo: Apaches, los salvajes de París. Varios autores. La Felguera Editores, 2014. (http://www.lafelguera.net/web/apaches-los-salvajes-de-paris.html)