viernes, 1 de abril de 2016

La mosca de Mamma Roma




“Un manto de prímulas. Ovejas
a contraluz (¡ponga, ponga, Tonino*,
el cincuenta, no tenga miedo
que la luz queme – hagamos
este carrete contra natura!)”
Poesías Mundanas (1962), Pier Paolo Pasolini
*Tonino Delli Colli fue un prestigioso director de fotografía italiano.



En los títulos de crédito de la que para mi despreciable gusto, junto a Accatone (1961), es la gran obra maestra de Pasolini, Mamma Roma (1962), se puede observar, quizás con algo de sorna, sorpresa o desconcierto por parte del espectador, como una mosca se posa repentina y momentáneamente sobre las letras. Algunos han querido ver en esa anécdota algo de intención y símbolo, cosa que no deja de ser comprensible y posiblemente cierta, especialmente cuando se trata de Pasolini. La película, con una interpretación magistral de Anna Magnani, pone en escena, en un estilo neorrealista pero no exento de licencias poéticas, las vicisitudes cotidianas de una prostituta en los bajos fondos de la capital italiana que, aprovechando que el proxeneta abandona su medio de vida para casarse, decide intentar una nueva prosperidad mudándose de vecindario y llevando un puesto de frutas, principalmente para evitar la vergüenza de su hijo. Parece que con la película su director, en ese ánimo irrenunciable y tan particular suyo que mezclaba cristianismo y comunismo en defensa de los desfavorecidos y marginados, estaba además sentenciando metáforas varias sobre la ciudad de Roma y por extensión sobre la sociedad italiana. No gratuitamente el final era una recreación libre del cuadro de Mantegna, Cristo Muerto. Yo, que no soy religioso y además bastante escéptico, que no indiferente, en cuanto a la intencionalidad y efectividad de la política como servicio público general, voy a evitar de momento meterme en el lodazal de discernir sobre por qué la defensa sin condescendencia de los olvidados (como los llamó Buñuel) no debería necesitar de excusas ideológicas o espirituales. Sin que ello signifique opinión alguna contra la decisión de cada cual. Es deseable a fin de cuentas que aquellos que crean en causas perdidas o imposibles se organicen y comprometan para compensar por libertarios, libertinos, nihilistas y demás tarambanas que integramos la fauna abisal, sobre todo cuando conservadores y opresores se apropian, perversiones del lenguaje, del concepto liberador o casi todos al sol que más calienta buscan situarse céntricos como si eso les dotara inmediatamente de sentido común o sensatez y así de paso se rifan a los indecisos. En cualquier caso espero que nadie en la vida tenga la tentación jamás de hacer lo que yo haga ni lo que yo diga, no soy ejemplo de nada. Por descontado ni mucho menos se me ocurriría hacer reproche alguno a un necesario por vehemente Pasolini, al que moralistas justicieros retrospectivos de toda estirpe recriminan cuando tienen oportunidad el haber requerido frecuentemente a pesar de su ideología los servicios de chaperos, a quienes también ayudaba y entre los que encontró, según versiones, la muerte por asesinato brutal. Pero quiero reparar en ese detalle posiblemente insignificante de la mosca, que bien podría ser fruto de una afortunada casualidad, para destacar la importancia de hechos que en principio pudieran carecer de importancia. La Historia del mundo está llena de existencias sobre las que poco o nada se conoce pero que tienen singular relevancia, no sólo para su entorno sino incluso para el devenir de sucesos de variado alcance. Por no hablar de la labor de los anónimos. Igualmente ocurre en el Arte y la Cultura, tanto al respecto de aquellos que han realizado su aporte y contribución con obras poco conocidas o totalmente ignoradas o incluso soportes menos valorados, como los que han pertenecido reveladoramente de alguna u otra manera al ámbito de los autores. Por suerte, a través de diversos medios y en diferente medida, nos han llegado noticias y testimonios sobre algunas de esas contribuciones. Incluso, a veces, se ha observado fascinada respuesta por parte de un, dentro de lo que cabe, amplio y variado público.

Arthur Cravan es el artista misterio, el escritor sin obra, aquel cuyo vacío tiene la extraña particularidad de fascinar. Sobrino de Oscar Wilde, gigantón de dos metros y poeta diletante, fue más surrealista en su devenir que los surrealistas, un avezado en eso de convertir la existencia en arte, provocador sin causa, vagabundo de hoteles y vida, vividor a destajo, mentiroso creativo, o cultivador de pequeñas faltas y delitos de la verdad si se prefiere, boxeador leve campeón de lo que solo hay rastro cómico pero quizás eso es simplemente ornamento y lustre, que de lo que sí hay suficiente testimonio es de su combate en el marco de la Plaza Monumental de Toros de Barcelona con el temible campeón de los pesos pesados Jack Johnson, cartel que de una extraña manera se ha vuelto tópico y decora las paredes de algunos casos perdidos como yo mismo aunque la pelea durara un instante sin pena ni gloria. Lo cierto es que su breve paso por este mundo es un alarido casi sordo que aún incomoda o directamente molesta lo mismo que se celebra aunque haya poco que celebrar, básicamente los pocos escritos en su revista precursora del dadá, Maintenant, donde dejó testimonio de injurias, poesías y otros experimentos, a sumar a las cartas para su amada y luego esposa, Mina Loy, pintora, poetisa y partidaria del futurismo, quien habría de llorar y penar el resto de su vida la inexplicable desaparición de Cravan con apenas 30 años por aguas del Golfo de México, sin un cadáver que llorar, solo misterio, ese que marcó toda su azarosa y murmurada vida y que ha sido objeto de especulación en varias biografías e inspirador de ese excelente documental de ficción (el asunto no da para mucho más) que fue Cravan vs. Cravan (Isaki Lacuesta, 2002). Pero busquen, busquen su poema de título una simple interjección: ¡Hié! Vale por la intrincada y petulante carrera de muchos. “Quisiera estar en Viena y en Calcuta./Tomar todos los trenes y todos los navíos,/fornicar con todas las mujeres y engullir todos los platos.” Toda una declaración de intenciones, aquellos atrevimientos que al final de tanto empeño le costaron temprano la vida.

B. Traven es un escritor no mucho menos misterioso que Cravan, pero con obra más sólida aunque difuminada por el tiempo y afectada por su manía de jugar al despiste con su propia persona. Poco claro queda su verdadero nombre y su lugar de nacimiento, Otto Feige quizás, alemán o estadounidense da igual, lo que cuenta para su obra es que las primeras trazas verdaderamente fiables le encuentran de actor en Alemania bajo el seudónimo Ret Marut, quien pronto se radicalizaría de sindicalista en anarcosindicalista con editorial propia desde la cual emitiría publicaciones y manifiestos, el más conocido de ellos La Destrucción De Nuestro Sistema Del Mundo Por La Curva Del Mar incluido en su revista Der Ziegelbrenner (Los Ladrilleros), posiblemente escrito ya en la clandestinidad a tiempo de huir del país a causa de su militancia desde Munich en favor de la República Bávara De Los Consejos Obreros. Traven dio finalmente con sus huesos en México, donde en su ánimo activista se vio influido por las revoluciones campesinas e indígenas a las que dedicó fascinantes relatos tropicales y donde desarrolló su poco conocida pero valorable labor como fotógrafo, influido quizás por su amistad con Edward Weston y Tina Modotti, integrantes todos ellos del círculo de Diego Rivera y Frida Khalo. Si bien sus cuentos mexicanos han sido ampliamente celebrados, sus verdaderos hitos se pueden resumir en la novela convertida en exitosa película por John Huston, El Tesoro De Sierra Madre, o esa otra historia marinera conocida como La Nave De Los Muertos, inspirada levemente por el clásico La Nave De Los Locos, con la que pretendía ofrecer un poco de justicia poética para todos los mindundis apátridas entre los que se contaba. Traven siempre protegió con celo su persona, convencido de que la obra debía hablar por él, probablemente la fórmula que encontró para observar sin ser visto y mantenerse libre y anónimo ante cualquier imprevisto o giro de los acontecimientos, usando según le convenía otros seudónimos y disfraces o sirviéndose, en ese juego tan particular suyo, de emisarios que le interpretaran. Así lo reflejaba John Huston en sus memorias, haciéndose eco de las noticias de la época mientras relataba su desconcertante encuentro con el personaje: “En 1948 una revista mexicana envió a dos reporteros a espiar a Croves en un intento de comprobar su identidad. Le encontraron al frente de un pequeño almacén al borde de la jungla, cerca de Acapulco. Vigilaron el almacén hasta que vieron salir a Croves camino de la ciudad, entonces entraron forzando la puerta y registraron su escritorio. En él encontraron varios manuscritos firmados por B. Traven y pruebas de que Croves utilizaba otro nombre, Traven Torsvan. Al parecer Hal Croves y Traven eran el mismo hombre después de todo.” El caso es que Traven tuvo verdadero éxito en esa empresa pues aún a día de hoy se sigue intentando componer su persona sin lograr demasiados datos definitorios, incluso tras reunir todos los hombres que fue.

Kiki, la de Montparnasse, nombre real Alice Prin, jamás hubiera imaginado que se la iba a recordar como una reina de los barrios candentes de París, la musa de aquellos artistas certeramente vanguardistas de su época. Pero su avidez por las cosas que se cuecen durante las lunas ardientes de la bohemia la iban a dotar de contactos y recursos inesperados, pintando, modelando y bailando o entonando canciones en tugurios cabareteros como El Jockey, frecuentado por lo más granado de la decadente intelectualidad, entre ellos Modigliani, Tristan Tzara, Aragon, Breton, Max Ernst, Paul Eluard, Picasso, Jacques Prévert, Francis Picabia, Ezra Pound o Jean Cocteau, sobre todos Man Ray, con quien retozó y para cuyos retratos imbuidos de surrealismo expresionista posaría además de actuar en algunos de sus poemas fílmicos. Y gracias al cual será largo tiempo revisitada por los ojos de desconocidos a través de una de sus fotografías más reproducidas, El violón de Ingres. O Brassaï, que la captaba en su salsa. A estas alturas Kiki De Montparnasse ha trascendido incluso su agitado paso por este mundo, ya no es tanto un icono sino más bien un concepto que sirve para celebrar una época de París. Y sí, puede que la vida tuviera el feo detalle cercano a la moraleja de verla fracasar con su propio local y finalmente pasar el platillo por las calles ante el desinterés por sus canciones de nuevos parroquianos, como aseguran unos, o incluso aquello más improbable de confinar algunos de sus últimos días en un sanatorio mental, según otros, pero lo transcurrido fue mucho más de lo definido por otros para ella o lo que imaginaba en su humilde crianza, como celebraban sus memorias, prologadas en su edición original por Ernest Hemingway, publicadas bajo el título Recuerdos Recobrados (Nocturna Ediciones), donde describía así a Man Ray: “Habla el francés suficiente para hacerse comprender; toma fotos de la gente en la habitación del hotel donde vivimos y, por la noche, me tumbo en la cama y desde allí lo observo trabajar en la oscuridad. Puedo distinguir su cara bajo el resplandor de la pequeña luz roja. Parece un demonio. Me tiene tan subyugada que mi único deseo es que termine su trabajo y venga a mí.”

María Casares nació en La Coruña pero tomó camino del exilio en Francia cuando apenas dejaba de ser niña ya que su padre, Ministro de Marina y Gobernación durante la República socialista y luego Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de Obras Públicas y de la Guerra por el Frente Popular, hubo de poner pies en polvorosa cuando sucedió la gran calamidad de sobra conocida. Francesa habría de ser a partir de entonces, pues. Allí comenzó a tomar clases de interpretación y pronto conoció a Albert Camus, con quien mantuvo una relación sentimental hasta que pereciera este. Y por el camino se fue convirtiendo en musa del teatro, interpretando obras no sólo del propio Camus, sino de otros polémicos autores como Genet, Sartre o Cocteau. Mientras tanto en España nada se sabía de sus éxitos por provenir de donde provenía, ignorada durante la dictadura y prácticamente así sigue, sin saberse de su gran prestigio. A ello contribuye, además de su nacionalidad y carrera francesa, el que no se prodigara demasiado en cine, dedicada como estaba a la labor teatral, siendo el momento fílmico más reseñable, que no el único, su protagonismo como encarnación de la muerte en esa obra maestra de Jean Cocteau que es Orfeo (1950). Y el prestigio fue aumentando, agasajada con todo tipo de premios en su Francia, incluída la Legión De Honor. En 1978 se casó con un gitano pintón, el singular actor teatral “Daddy” Schlesser, con quien formó familia y se dedicó a girar entregados a su profesión. En el año de su muerte tuvo conocimiento de la instauración de los premios gallegos de teatro con su nombre, algo de justicia tardía si bien unos años antes se le concedieron la Medalla al Mérito de Bellas Artes española o la Medalla Castelao de su Galicia natal. Para saber más sobre María Casares no puede haber mejor fuente que ella misma, sus memorias de casi 500 páginas tienen el significativo título de Residente Privilegiada (Editorial Argos Vergara, 1981), donde afirmaba lo siguiente: “Y como mi misión en sociedad me fue conferida para la representación, estoy obligada a representar lo mejor posible lo que me ha sido confiado, es decir, al mundo en el teatro y, a través de los teatros del mundo, a Francia fuera de Francia, a la España errante en Francia y al exilio en todas partes.”

Jean Vigo, hijo del anarquista Miguel Almereyda (anagrama para “y a la mierda”, nombre real Eugene Bonaventure De Vigo), es uno de los referentes del cine con apenas dos películas verdaderamente reseñables pero ¡que películas!, la diatriba escolar Cero En Conducta (1933) y una obra maestra monumental, L’Atalante (1934). En la primera, sirviéndose de sus propios recuerdos, critica, a través de la semblanza de las correrías de unos chavales en un internado, el sistema represivo educativo, lo que le valió la censura por muchos años. En la segunda, donde se nota sucintamente la influencia del cine soviético, hace un canto extrañamente romántico mostrando las vicisitudes del viaje en carguero de una pareja de recién casados con la única compañía fiel del tatuado marinero interpretado magistralmente por Michel Simon, a sumar un cómico grumete y una traviesa pléyade de gatos, más los personajes que van encontrando en su deambular fluvial. Ambas son dos joyas de la poesía realista, cuya notable influencia ha echado raíces más allá de lo que se pueda resumir en unas pocas líneas, la más evidente la sombra alargada de la primera en los Cuatrocientos Golpes de Truffaut. Antes sólo un par de prometedores ensayos. La tuberculosis truncó la carrera de un genio a quien, afortunadamente, le dio tiempo a regalarnos esas dos experiencias.

Abbe Lane fue una bomba sexual curtida cantando en los clubes nocturnos cuya aparición atemorizaba a toda la mojigatería de la televisión cuando tenía que interpretar algún número musical. Durante su matrimonio de una década con el célebre director de orquesta catalán afincado en Hollywood, Xavier Cugat, participó en algunos filmes nada reivindicables excepto por sus hipnóticas apariciones musicales, que hacían saltar chispas a pesar de que ahora puedan pasar por inofensivas. Por otro lado su discografía es un muy disfrutable compendio de música estándar combinado con ritmos latinos, algo que no sólo demuestra la influencia de su primer marido sino la consecuencia del éxito de su grabación con Tito Puente, Be Mine Tonight (1958), también muy reseñables los discos con la Orquesta de Sid Ramin, especialmente el de ese mismo año, The Lady In Red, en el que sigue derrochando más descaro y plante. Ambos se pueden encontrar también integrados en un par de incendiarias recopilaciones. A pesar de aquellos años de fulgor musical, su carrera decayó en papeles secundarios para series televisivas. Pero tal fue su impronta que una estrella en el paseo de la fama de Hollywood recuerda su nombre a los paseantes, aunque probablemente desconozcan quien fue esa mujer. 

Eugène Atget aparece como un anciano enjuto en el retrato de 1927 que de él hizo la admiradora Berenice Abbott, quien con el tiempo se dedicaría a documentar la cambiante fisonomía de Nueva York motivada por el trabajo de una vida que Atget había llevado a cabo en París. La Abbott, que fuera asistente de Man Ray, había abierto un Estudio fotográfico donde plasmó a algunos personajes cruciales de la capital francesa. Para cuando retrató a ese peculiar anciano, a quien Man Ray había comprado algunas fotografías y al que restaban solo unos días para fallecer, el trabajo de este acababa de empezar a ser plenamente descubierto y reivindicado por los surrealistas a través de su inclusión, Man Ray mediante, en la publicación bandera del movimiento, La Révolution Surréaliste. Estos verían especialmente en sus fotografías fantasmales de escaparates cierta analogía con sus motivaciones. Atget, antiguo marinero que fracasó como actor teatral y pintor, dedicó el resto de su existencia a pasear las pedregosas calles de la ciudad captando con su pesada máquina todo tipo de rincones y escenas de la época, principalmente con la idea de hacer negocio con ellas como referencia para pintores, a los que vendía sus postales costumbristas para que inspiraran sus pinceles. En la puerta de su negocio se podía leer “Documentos para artistas”. En un anuncio de la época se publicitaba de la siguiente manera: “Paisajes, animales, flores, monumentos, documentos, primeros planos para artistas, reproducciones de cuadros. Me desplazo. Colección no a la venta.” Lo cierto es que en el momento que reunió una cantidad suficiente de archivos cayó en la cuenta de que lo que realmente estaba haciendo era un mapa de la geografía urbana de su tiempo. Para entonces empezó a vender sus documentos a bibliotecas y museos, lo que además ampliaría significativamente los motivos que aparecían en sus trabajos. Por lo tanto aquellos documentos para artistas vinieron finalmente a integrar un vasto almacén de testimonios efímeros de la ciudad, lo que con la perspectiva del tiempo le convirtió en un precursor de un ánimo concreto de fotografiar, además de suponer una clara influencia posterior en su labor serial, desde los retratos de prostitutas que le encargó el pintor André Dignimont hasta los detalles arquitectónicos pasando por los artesanos cuadernos de facturación propia sobre el viejo París. Atget, a pesar de haber encontrado respuesta a su labor, murió practicamente en la miseria. El Archivo Fotógrafico de Historia y Arte francés compró a su muerte un par de miles de sus negativos. El resto del trabajo fue adquirido por Berenice Abbott, quien comenzó una particular labor de difusión de su obra. A la postre, aunque conocido por los interesados en la Fotografía y poco más, se ha convertido en un símbolo más de la urbe francesa y una referencia inevitable en la Historia del medio fotográfico y a quien se suelen dedicar rendidas retrospectivas además de las numerosas y cuidadas publicaciones que le rinden tributo. Sus aparentemente sencillas imágenes, anticipadoras del vanguardismo fotográfico, forman ya parte de las colecciones de algunos de los más prestigiosos centros culturales mundiales.

Pannonica es una de las composiciones rupturistas del Jazz, pero con el tiempo se ha convertido en un clásico que ha contribuido a mantener prendida la llama en homenaje al personaje singular para el que está dedicado. El tema lo compuso el loco genio pianista Thelonious Monk y está dirigido, como algunos otros, a Nica Rothschild, la Pannonica del título, nombre de una especie de polilla con el que la bautizó el entomólogo aficionado de su padre, un acaudalado británico de una larga y próspera saga judía de financieros y aristócratas europeos. En la vida de Nica se puede decir que hay un tajante antes y después marcado por el fin de la Segunda Guerra Mundial y su conocimiento del bebop, ese género liberador del Jazz. En la primera mitad anduvo casada con el barón francés que le diera su título nobiliario, como le estaba predestinado por posición social y plan de vida, estableciéndose en París y atendiendo su dedicada labor de anfitriona de la alta sociedad o su ardua implicación, una vez puestos a salvo sus hijos en América, en la guerra, pasando a formar parte de la Resistencia francesa contra los nazis, espionaje y misiones en avión inclusive. Con el fin de la contienda, resentidos económicamente, el matrimonio hubo de iniciar periplo en busca de otras oportunidades, lo que les hizo establecerse finalmente en México para desarrollar la carrera diplomática del marido. Nica había tenido conocimiento del Jazz no sólo a través de su vida social parisina y el contacto con los americanos durante la guerra, sino que además había ido conociendo personalmente a algunos de los artistas. Pero el encuentro eléctrico, ese que habría de abrir su vida y sentimiento en canal, fue escuchar la composición de Monk por antonomasia, Round Midnight. Se encontraba haciendo escala de vuelta a México en casa de su amigo el músico Teddy Wilson, pero arrebatada como quedó por la pieza perdió el avión y jamás regresó. Abandonó familia y obligaciones para establecerse en Nueva York e imbuirse de su nueva pasión. A partir de entonces, para escándalo de su anterior círculo y familia, fue compañera, protectora, confidente, admiradora y compinche de los cats, como se denominaba en la jerga del ambiente a los músicos del bebop, algo que además casaba irónicamente con su afición desmedida por los gatos que la llevó a convivir con infinidad de felinos a los que llamaba por el nombre de sus músicos favoritos. No en vano su hogar era conocido como la casa de los gatos. Nica fue amante del genial baterista Art Blakey, Charlie Parker murió en la habitación de hotel que ella ocupaba, ayudó a Sonny Rollins o Charles Mingus entre tantos otros, pagó los funerales de Bud Powell o Coleman Hawkins, pero Thelonious Monk fue el centro de su otra vida, a quien siguió rendidamente una vez lo conoció en un concierto, su maestro de ceremonias en el ambiente jazzístico, un prodigioso compositor casi esquizofrénico y bipolar, drogadicto empedernido como casi todos los demás, su amor platónico y amante ocasional aunque nunca abandonara a su esposa, aquella que a la muerte del músico compartió ceremonia con Nica como las dos mujeres principales de la vida del loco Monk. La memoria de Nica ha quedado grabada en numerosos títulos de Jazz además del tema de Monk, entre ellos Nica de Sonny Clark, Tonica de Kenny Dorham, Nica’s Dream de Horace Silver, Blues for Nica de Kenny Drew, Nica’s Tempo de Gigi Gryce, o Nica Steps Out de Freddie Redd, todos ellos sentidas notas de agradecimiento a esa señora rebelde y pasional que en su auto Bentley y ataviada de pieles y joyas, fumando cigarrillos con su característica y sofisticada boquilla larga, deambulaba con lo peor de cada casa, la “puta de los negros” que la llamaban aquellos puritanos que había dejado de lado para exprimir su vida como le vino en gana, a partir de entonces “la baronesa del Jazz” para la historia. Aparte de que se la nombre ineludiblemente en todo relato del Jazz que trate esa época, hay varias semblanzas que merecen alusión, quizás la más completa la biografía que su sobrina nieta hizo en forma de libro con el obvio título de Pannonica (Ediciones Circe, 2004) quien además redondeó la asignatura dirigiendo un documental para la BBC británica, The Jazz Baroness (2009), algo que se puede complementar con el fabuloso documental sobre Thelonious Monk titulado como una de sus brillantes composiciones Straight No Chaser (Jason Hunt, 2009). Además la actriz Diane Salinger la interpretó en la excelente película que Clint Eastwood dedicó a Charlie Parker, Bird (1988). Mención aparte merece un maravilloso despropósito de Julio Cortázar, aquel relato corto en el que plasmaba su afición por el Jazz y que era un homenaje poco velado a Parker titulado El Perseguidor. Ese por otro lado fascinante cuento como todo lo de su autor, además de hacer morir al protagonista de una sobredosis ¡de marihuana! acusaba a la aristócrata Tica (sic) de la afición del músico protagonista por la droga, algo disparatado si se nos ocurriera tomarlo como inspirado fielmente en la realidad. Lo cierto es que su estricta familia la desheredó e ignoró, comparándola despectivamente con esa otra mecenas que dedicó su vida a los artistas, Peggy Guggenheim, ambas cruciales en su entusiasmo y contribución para que grandes talentos del siglo pasado pudieran dar sus mejores frutos.   

Y referencia casi inevitable es el ínclito Andy Warhol, especialista en estar en el sitio y hora adecuados, quien regentaba un taller plateado, la Factoría, por donde merodeaban no sólo todo tipo de celebridades sino también numerosos seudo-talentos y personajes sin igual buscando su halo aglutinador de los destellos de su tiempo, faro casi infalible de atención mediática. Él aprovechó esa estela para hacerse con una camarilla, al estilo de los artistas antiguos pero sin la antaño rimbombante consideración de discípulos sino, por lo general, simplemente carnaza, algo más que ayudantes, que le servían para su producción artística o para alguno de sus proyectos. Además, en otro de sus alardes de promoción pero que al mismo tiempo parecía una especie de burla del valor de la fama, esa fama que a él por otra parte fascinaba, apellidaba temporalmente como “superestrellas” a algunas de esas gentes. Candy Darling fue cortesana fugaz de aquel nido disfuncional como tantas otras, pero ha encontrado sorprendentemente su hueco en el relato de la cultura e iconografía popular. Para Candy Darling, nacida James Slattery, la fama era una especie de venganza. Creció adorando a las estrellas de cine que veía en la televisión o en las revistas, actrices como Jean Harlow, Liz Taylor, Marilyn Monroe o, sobre todas las demás, Kim Novak. Las imitaba en la intimidad del hogar familiar, tomando prestadas las ropas y maquillaje de su madre y recreando sus escenas favoritas. Pronto huiría de su pequeña comunidad rumbo hacia la ciudad de Nueva York con la firme intención de remedar a sus idolatradas figuras femeninas, tópica ambigüedad dentro de la realidad que sume en una especie de ficción y que suele provocar más interés por la fantasía que por lo genuino a pesar (o a raíz) de las dentelladas de la vida. Y al mismo tiempo haciéndose fuerte y sintiendo irrenunciablemente, en el fuero interno y entorno, que eso es lo que de verdad se ajusta a la auténtica personalidad. Candy empezó a dejar de ser James en las tablas y salones de teatrillos avant-garde y en los subterráneos espectáculos de travestismo. Poco ha trascendido, más allá de alguna referencia o las sugerencias y rumores de sus conocidos, de sus otras formas alternativas de ganar dinero. Ni falta que haría ese dato. Pero sí que afortunadamente su encanto y el favor de los amigos le consiguieron techo y comida, que es a todo lo que podía aspirar una intérprete tan poco común sin posibles en un ambiente mal pagado. Poseía, eso sí, el inquebrantable empeño de vivir según su condición, algo peligroso sobre todo en aquella época en la que incluso la homosexualidad aún era ilegal y motivo más que frecuente de palizas. Conocer a Warhol en un club nocturno propició su aparición en un par de películas de Paul Morrissey. Este, aunque la firma de Warhol sobresalía en los carteles, era el cineasta oficial de la Factory. Básicamente el artista titular, en aquellos productos más largos y concebidos en un estilo algo más desarrollado, se limitaba a producir y aportar personal. Algunas de esas películas merecen verse, aunque solo sea como delirante recreación de un segmento de la sociedad. Candy participó en dos de aquellas, Flesh (1968) y Women In Revolt (1971), la primera un relato de las vicisitudes de un chapero, interpretado por Joe Dallesandro, que tiene que salir a ganarse el pan y se va encontrando con todo tipo de personajes, la segunda una sátira del feminismo radical. De ambas parece que Almodóvar tomó buena nota para su estilo, adaptándolo a su particular manera al escenario español. Lou Reed habría de incluir a Candy Darling en sus composiciones, también dos veces, una la canción de la Velvet Underground, Candy Says, que la protagonista solía poner en la máquina de discos de los bares a modo de presentación para quien no creía su relato y que capta sutil pero certeramente en la letra sus conflictos con la dura realidad, la otra una mención en el afamado tema Walk On The Wild Side, perteneciente al inicio de la carrera en solitario de su autor y donde hacía un repaso a los personajes de la Factory, en el que en su cruda y breve descripción Candy salía especialmente mal parada. Pero probablemente sus momentos álgidos y más ilusionantes, también los más insignificantes, fueron unas brevísimas apariciones en las producciones Klute y La Mortadella, ambas estrenadas en 1971 y protagonizadas respectivamente por Jane Fonda y Sophia Loren, además de su inclusión en otro puñado de películas menores. No en vano, ella se presentaba como actriz con “pequeños papeles en grandes películas y grandes papeles en pequeñas películas”. Pero ahí quedó su carrera, si exceptuamos la aparición en una obra teatral de Tennessee Williams, que escribió un papel para ella en la fallida Small Craft Warnings y con quien cultivó una efímera amistad reverencial. Por el camino posó para la cámara de luminarias del momento como Richard Avedon, Robert Mapplethorpe, Peter Beard, Philippe Halsman, Cecil Beaton o Francesco Scavullo (quien la hizo aparecer en la portada del Cosmopolitan). Esta atípica carrera la ha convertido a posteriori en una recurrente figura de culto marginal, apareciendo por ejemplo en las portadas de un sencillo de los populares Smiths, Sheila Take A Bow (1987), o el álbum del lastimero Antony And The Johnsons, I’m A Bird Now (2005). Este último mostraba una foto de esa magnífica pero algo sórdida sesión de Peter Hujar para la que posaba radiante en la cama del hospital, en el que habría de ser su lecho de muerte a los 29 años aquejada de un linfoma al parecer causado por las inyecciones de hormonas. Sus tribulaciones quedaron fijadas en un diario que bajo el título My Face For The World To See (Mi Cara Para Que La Vea El Mundo) fue publicado en una cuidada edición que es objeto revalorizado y codiciado por admiradores. Todas esas pequeñas alabanzas tienen su reverso cruel no solo en una carrera que no terminó de despegar sino sobre todo para su memoria en la negación total de su recuerdo por parte de la madre, temerosa de la homofobia de su segundo marido. A modo de leve compensación por ese desagravio sus posesiones, restos y costes del entierro quedaron a cargo de su mejor amigo, aquel con quien compartió piso y correrías por la ruta alternativa de Nueva York, algo de lo que queda constancia en el documental sobre su figura titulado Beautiful Darling (James Rasin, 2010).

En cuanto a Pasolini, reseñar que él puso en el mapa a unos pocos pero sobre todo dio carrera a Ninetto Davoli, con quien al parecer tuvo una relación temprana. Aunque luego Ninetto se casaría y formaría una familia, su amistad con Pasolini fue tan constante como su aparición en casi toda su filmografía.

Y por ahí podrían seguir los tiros, pero termino con esta historia por ahora, el tema de los secundarios y otras flores raras es tan suculento que da para libro pero no es plan.

Miro por la ventana. Hoy hay bronca en el barrio, dos mujeres pelean a patadas formando tumulto y alboroto alrededor. Se les aproxima una señora que abofetea a la más alterada y un niño próximo a ellas cae al suelo. El chupete rueda cerca. Eso distrae la atención del corro, todos se apresuran a levantar al pequeño. Ahí parece acabar la trifulca. En la tapia frente a mi casa aún resisten pegados a duras penas algunos carteles recientes aunque, una jodida metáfora, ya van cayendo solarizados y llovidos solo unas semanas después de la campaña política para la que sirven, otra más, en la que los mediocres candidatos de turno pretendían de nuevo albergar soluciones definitivas a nuestros problemas. Aprenden el mismo estribillo: ¡la desigualdad! O esa otra vertiente para sofisticados: ¡la sociedad del bienestar! Parecen ser contraseñas indispensables, su particular y constante abracadabra. Se graba a fuego su eco, pero se antojan insuficientes las repercusiones reales. Y exagerado el vasallaje exigido para gente sin posibilidades. Sólo se vive una vez. Maldita sea la venerada meritocracia que frena tantas vidas. Empleadores del mundo, ¡anímense y denle una oportunidad a cualquiera que se le adivine talento y responsabilidad!

Por delante de los carteles pasan familias que vuelven con sus carritos de supermercado repletos de avalorios encontrados en la basura. Hay un almacén cerca donde se negocia alguna de esa chatarra. Los programas políticos no suelen ofrecer soluciones ni siquiera mentiras destinadas para ellos, poco o nada cuentan para las urnas y tributos. A muchos de ellos les tocará ver sus vidas aún más limitadas, pues suelen incomodar las vidas de los votantes. La sociedad es un elefante, no importa cuán tecnificado. Mientras tanto y a pesar de todo en el monte Gurugú, por ejemplo, siguen anhelando pisar nuestro suelo para asumir problemas menos graves, se juegan la vida en el intento. Y otros, ni actores secundarios, simples extras de esta decadente producción, aquí seguiremos quejándonos frente a los abusos cotidianos que nos han tocado en suerte, lo permitan los legisladores o no, en un irredento quiero y puedo, tan insignificantes como somos. Algunos incluso sin seguir panfletos, sin miedo al desdén, los de abajo y periféricos cada vez con menos que perder. Igualmente como moscas a la miel también celebraremos con pasión glorias nimias, no importa que no haya páginas reservadas para nosotros.

Juan Pedro Salinero, Enero 2016.




[Publicado en Infodarte]