domingo, 9 de abril de 2023

El chicle de Nina


10 de septiembre de 2013

Una cocina en Bishopstone, Inglaterra. Estamos rodando el documental de Nick Cave, 20.000 días en la Tierra.

Nick: ¿Te acuerdas del concierto de Nina Simone?

Warren: Sí.

Nick: La hostia, fue bueno, ¿verdad?

Warren: Joder, lo más... Y mira que he estado en conciertos, pero aquel fue uno de los mejores que he visto en mi vida.

Nick: ¿Te acuerdas, antes de empezar a tocar, que se quitó un chicle de la boca?

Warren: Mmhm.

Nick: Ella va, se sienta ahí, se quita el chicle y lo pega bajo el piano.

Warren: Sí, en el piano, sí.

Nick: Y, pam, ¡a aporrear las teclas!.

Warren: Yo tengo ese chicle, lo tengo en...

Nick: ¿Qué? ¿Lo cogiste?

Warren: Sí, lo cogí. Subí y lo cogí del escenario después de...

Nick: ¿Me estás vacilando?

Warren: Que no, que lo tengo envuelto en la toalla con la que se secó la frente.

Nick: Hostia, mierda, qué envidia.

Era la primera vez que hablaba en público del chicle y, por extraño que parezca, me dio la sensación de que, en aquel momento, se convertía en algo real. Había tenido esa sensación a menudo en el estudio, trabajando con la música, cuando las ideas cobran vida, encuentran sentido y una vida más allá de quien las crea. Al ver las ideas llegar a la gente y encontrar una nueva vida, perder parte del control una vez las haces públicas. Cuando se estrenó el documental, la gente empezó a hacerme preguntas, cosas del tipo:

“¿De verdad que vives en una casa en un acantilado?”.

“¿Cómo se hace la pasta con anguilas?”.

“¿Es verdad que te llevaste su chicle?”.

“¿Aún lo tienes?”.

“¿De qué color es?”.

“¿Es muy grande?”.

“Es broma lo de que cogiste el chicle y te lo quedaste, ¿verdad?”.

“¿De qué sabor es?”.

“¿Lo has mascado alguna vez?”.

El chicle era real; el resto, para decepción de algunos, era verdad en el mundo del celuloide. Nunca preparé aquella pasta de anguila ni pasé una sola noche en aquella casa. Llegué al rodaje bastante nervioso por cómo iba a cocinar y a hablar. Iain Forsyth, uno de los directores, se percató de mi ansiedad y le expliqué el porqué. Me llevó aparte y me dijo: “Es una peli, Warren, no tienes que cocinar de verdad”, y me señaló a alguien que estaba preparando la pasta en aquella cocina improvisada. Algo cambió cuando el resto supo de la existencia del chicle.

Pensé en la cantidad de secretitos que hay en el universo esperando a ser revelados. Cuánta gente tiene lugares ocultos con sueños abandonados, llenos de fantasías.

Subí al desván y saqué de la cajonera la bolsa de Tower Records y saqué la toalla. La abrí. El chicle estaba dentro. Estaba tal y como lo recordaba, un corazón sagrado, un buda. Me pareció un conejito a la luz de la luna dándole mazazos al arroz para preparar omochi con un martillo de madera que utilizan los japoneses cuando hay luna llena. África. La Welcome Nugget. A veces veía a Cristo en la cruz, con las rodillas flexionadas y ladeadas. Aún se veían las marcas de los dientes de Nina Simone. Sentí tanto sorpresa como alivio de ver que seguía allí. A menudo había dirigido mi imaginación hacia aquel objeto, como buscando consejo. En la soledad de mis ensoñaciones. Me lo imaginaba latiendo envuelto en aquella toalla. Manando sangre.

No había desplegado la toalla que contenía el chicle desde 2013. Hubo dos periodos en los que no lo miré. Cogí el chicle en el concierto del London Festival Hall de 1999. Entre 1999 y 2004 le echaba vistazos periódicos. No abrí la bolsa entre 2005 y 2013. Luego, de 2013 a 2019, tampoco. No quería molestar. Cuando Nick me preguntó por el chicle, en 2019, por si se lo dejaba para su exposición, tuve que comprobar si seguía en su sitio. La última persona que lo tocó fue Nina Simone, su saliva y sus huellas dactilares, inmaculadas. La idea de que seguía en su toalla era algo que me había dado fuerzas. Como el último aliento de Thomas Edison guardado en una probeta sellada, conservado en el museo Henry Ford de Míchigan. Cuando Edison estaba en su lecho de muerte, Henry Ford llamó a su hijo por teléfono y le pidió si podía guardar el último aliento de aquel gran hombre. Así que el hijo colocó una ristra de probetas junto a la cama y se las acercó a la boca cuando Edison se despojó de sus ataduras mortales. Invisible, intangible, la imaginación activada por la nada. Esa nada era capaz de despertar la imaginación. La imaginación comunitaria. Esa nada era capaz de todo. Una reliquia de uno de los mejores conciertos que he visto en mi vida. Mi conexión con una mujer tocada por la mano de Dios. La doctora Nina Simone. Con el paso del tiempo, me imaginaba que aquel chicle debía de haber desaparecido, pero prefería pensar que seguía allí en lugar de constatar que se había desintegrado. Una especie de gato de Schrödinger.

No quería saber que ya no estaba allí. Recuerdo mirar las imágenes del monstruo del lago Ness y del Yeti y de las hadas de Cottingley en clase cuando tenía siete años. El ambiente cambiaba. ¿Cómo te ibas a cuestionar su validez o ibas a querer pensar que no eran reales? Me tranquilizaba mucho imaginarme el chicle envuelto en la toalla y metido en la bolsa, esperando una especie de comunión. Pensaba que, cada vez que abría la bolsa, parte del espíritu de Nina Simone desaparecía. En muchos sentidos, aquella idea era más importante que el propio chicle.

Pero allí estaba.

Lo miré y tuve un momento de tomar consciencia de que, algún día, cuando yo ya no esté aquí, este objeto sagrado, probablemente, acabará en la basura. La exposición apareció como una oportunidad inesperada de sacar el chicle de Nina Simone de mi órbita, como si ya lo hubiera tenido suficiente tiempo y se me pidiera que me despidiese de él por un bien mayor. Que lo legara. Sentí que era el momento de devolvérselo al mundo. En aquel instante, en realidad no estaba pensando en lo que significaba o podía significar para otras personas. Para mí, había sido algo personal, y ya está, colocado junto con otros tótems que me levantaban cuando venían mal dadas. Fuerzas invisibles. Fe y esperanza. Nick estaba entusiasmado de poder incluirlo en su exposición: “¡Es esencial, Was!”, me dijo un mes después tomándonos un té Lady Grey en el estudio Retreat de Ovingdean, mientras trabajábamos en la banda sonora de su exposición.

Noviembre de 2019


Nick me llamó y me hizo saber que Christina Back, la jefa de exposiciones de la Biblioteca Real Danesa, estaba “preocupada por exponer el chicle ‘auténtico’”. Nick le había explicado lo que significaba para mí y a ella le preocupaba que yo llevara mal que el chicle estuviera lejos durante un tiempo. Si se hacía una exposición itinerante, estaría sin él unos cuatro años. Decía que prefería tener una copia del chicle de cera pintada de blanco en la exposición; yo nunca me planteé que no tuvieran el original.

5 de diciembre de 2019

Cuando estuvieron hechas las dos primeras réplicas de plata, me acerqué al taller de Hannah, lo tiene en el jardín trasero de su casa. Me quedé una y ella se quedó la otra. La mía es la primera que se hizo. Tiene imperfecciones y translucen los esfuerzos de los primeros intentos. Me recuerda a la belleza de las mezclas en bruto en las fases iniciales de creación de un disco. Decidí que necesitaba veinte copias, una por cada uno de los años que había custodiado el chicle. Quería regalárselas a personas que habían sido fundamentales en mi crecimiento como músico y como persona; gente que me había animado de verdad a sacar lo mejor de mí. Le pedí a Hannah que se encargara de esas veinte réplicas y que le enviara una a David Noonan. Me la dio en un envase de plástico para salsas del Burger King. Me dijo que le gustaba darle una segunda vida a la basura usándola como cajitas para las piezas que creaba. Hannah siguió mandándome imágenes con sus herramientas y del proceso a medida que trabajaba en las réplicas. Las virutas de plata que caían al quitar el material sobrante. Bodegones del chicle con las copias. Me envió vídeos del proceso. Fotos de multitud de réplicas en plata con diversos acabados. ¿Era buena idea empaparlas en vinagre de pepinillos? ¿Pulirlas? ¿Dejarlas con un acabado menos refinado?

Fui decidiendo los diversos acabados. Quería que llevaran un aro de plata para que se pudiera llevar como colgante. También quise que otras fueran sin los aros para colocarlas en cajas forradas de terciopelo, como piedras preciosas.

Quería compartir el chicle.

22 de diciembre de 2019

Cogí el Eurostar en dirección a Londres. Seguía trabajando con Nick en Londres, en los estudios Air, en las instalaciones sonoras para su exposición Stranger Than Kindness. Cada sala necesitaba un ambiente diferente y el objetivo de la música era que la experiencia de los visitantes fuese inmersiva, más allá de lo visual. Quedé con Hannah en la zona este de Londres. Estaba lloviendo. Me dio una cajita de madera que llevaba una imagen de Mozart. Abrí el cierre de latón. No estaba preparado para lo que iba a ver.

Había un trozo de papel crepé color naranja que protegía el contenido. Lo abrí. Dentro encontré una colección de paquetes de papel blanco atados con una cuerda blanca y etiquetas escritas con boli que indicaban qué había dentro.

“Chicle de plata, moldes, chicle de oro sencillo, chicle de plata sencillo, chicle con aro”.

El mimo de Hannah y todo lo que había allí dentro me dejaron asombrado. Todo el viaje del chicle metido en una caja. Dentro había:

–una mitad del molde original entera y la otra mitad rota

–veintidós chicles de plata con aro

–un chicle de oro

–cuatro chicles de plata sin aro

Uno de los paquetes tenía una nota: “No abrir hasta Navidad”.

Así que esperé.

25 de diciembre de 2019

Dentro había una especie de fruto seco hueco de color granate, precioso, con una tapa de metal hecha a mano, sellada con lacre carmesí, del color de los calistemos, aquellas flores de mi infancia. Dentro había una réplica en oro blanco. Le envié un mensaje diciéndole lo bonito que era. Me dijo que había encontrado aquel fruto seco hace unos años en Argentina, en la playa. Había estado esperando el momento adecuado para utilizarlo y le pareció que era este.

Me dio la caja y me contó que se iba a Nueva Zelanda para donarle un riñón a su madre. Me resultó extraño porque el chicle me recordaba a una especie de riñón o a un corazón. Hannah llevaba meses trabajando en este pequeño objeto y lo siguiente que iba a hacer era donar un riñón. Me envió una foto del posoperatorio con una herida pintada de amarillo por el Betadine. En la cama de hospital, aún en bata, llevaba el colgante del chicle.

Enero de 2020

Cuando las réplicas estuvieran acabadas, había que recoger el chicle de casa de Hannah y llevarlo a ATC Management, la oficina que lleva todo lo relacionado con Nick Cave and the Bad Seeds, para poderlo trasladar al edificio del Diamante Negro de Dinamarca para la exposición de Nick. Hannah necesitaba el original como referencia para dar forma a cada réplica.

Suzi Goodrich contactó conmigo para concertar la recogida mediante mensajería. Me escribió preguntándome si lo que había que recoger era un chicle en un tarrito de mermelada envuelto en papel sin ácidos. Le expliqué que estaba en lo cierto, que era el chicle Nina Simone.

Ella no sabía que el chicle era de Nina Simone y el tono de la conversación cambió al instante. Dijo que no confiaba en una empresa de mensajería para que lo recogieran. No confiaba en nadie. Me dijo que le resultaría insoportable si se perdía o le pasaba algo. Tenía que hacerlo en persona.

Suzi fue al taller de Hannah, recogió el tarrito con el chicle y se lo llevó a la oficina. Aunque tampoco quería dejarlo ahí al acabar el día, así que se lo llevó a casa. Quería saber en todo momento dónde estaba. Ese cariño, preocupación y amor tan increíbles que la gente le demostraba al objeto seguían multiplicándose, expandiéndose, era contagioso. Incluso antes de que lo hubieran visto o lo tuvieran a su cargo. La historia del chicle bastaba para motivar esos sentimientos. Yo estaba en Los Ángeles trabajando en una banda sonora cuando Suzi me escribió para decirme que ahora custodiaba ella el chicle. Me recordó al cuidado que hay que tener en el estudio cuando se presenta una idea, cuando una palabra mal dicha puede frustrar su nacimiento. Lo fácil que es matar una idea. La fragilidad de cuando se presenta. El visto bueno para seguir adelante que nos da la confianza de los demás. La sensación de entrar en el estudio preguntándote si este será el día en el que todo se acabe.

Rachel Willis y Molly Cairns, de la oficina de representación de los Bad Seeds, habían reservado un asiento en el avión para mi violín; el chicle iba en la funda.

Rachel me envió imágenes desde el aeropuerto de Gatwick para tranquilizarme y que viera que el chicle estaba en buenas manos: Molly, sentada en el asiento de al lado, no le quitaba ojo.

“Molly y yo estamos de camino a Copenhague con tu violín, le hemos reservado un asiento… Te vamos contando cómo va la cosa…”/ “¿El chicle también tiene asiento propio?”/ “No xD – ¡De contrabando!”/ “Jeje – Tenéis el violín tallado, no el otro, ¿verdad?”/ “¿El del corazón?”/ “Sí, ese es”

Caí en la cuenta de que mi vida musical había empezado con la basura de otra persona. Un acordeón encontrado en un vertedero se convirtió en mi vínculo con una vida de música. Que el chicle estuviera guardado en la funda del violín me pareció un albur extraordinario. Que ese chicle, que para otras personas hubiera sido basura, estuviera unido con mi violín perdido de los inicios de mi viaje, que había empezado en un vertedero. El violín que vino a mi rescate. El violín que durante veinte años pensé que había acabado en la basura. El chicle que había custodiado durante todos mis viajes relacionados con la música desde 1999. Me mandaron fotos del chicle dentro de la funda. En cada paso del camino tuvieron la deferencia de asegurarme que lo estaban tratando con mucho cuidado.

Llegó sano y salvo Copenhague y se lo transfirieron al personal del Diamante Negro. También me enviaron fotografías del momento de la entrega a Christina Back, bajo la atenta mirada de Molly y Rachel.

Lo guardaron en una caja fuerte de los archivos de la biblioteca. La transferencia del cuidado. Hacer justo lo que yo hubiera hecho si hubiera estado allí. Hacer las cosas en mi lugar. De alguna manera, la comunicación a través de mensajes hizo que fuera más íntimo. Actualizaciones en directo. Nunca pedí que me informaran de nada ni que me mandaran fotos; aquello surgió por lo profundo que era el cariño hacia el objeto. La gente actuando con arreglo a sus mejores intenciones.

Christina me contó que Rachel la llamó varios días después de la entrega para asegurarse de que el chicle estaba a salvo. A la directora le entró el pánico, fue a la caja fuerte y abrió la funda del violín para comprobar si el chicle seguía en el tarrito de mermelada. Lo estaba. Me contó que, desde aquel día, ha estado nerviosa por ser su custodia.

Hay un pensamiento muy bonito que me acompaña, que la enorme historia de este chicle sea algo que ha proyectado la gente por completo. Su empatía. Lo llevan dentro, surge del rincón más puro. La imaginación. Lo divino. El corazón humano. Todo y nada.

Se empezó a hablar de asegurar el chicle de Nina Simone y mi violín. La aseguradora de la biblioteca quería hacer una tasación del valor de mercado del chicle y ponerle una cifra. Yo no tenía ni idea.

Con la ayuda de la comisaria del Centro de Arte de Melbourne, Janine Barrand, se determinó que era un objeto irremplazable que no tenía precio, pero se le atribuyó el valor de mil dólares australianos. Recibí un formulario para autorizar que se utilizara en la exposición.

Champán, cocaína y salchichas

Eunice Kathleen Waymon nació el 21 de febrero de 1933 en Tyron, Carolina del Norte.

La sexta de ocho hermanos que nacieron en la pobreza.

Aspiraba a ser concertista de piano. Le negaron la admisión en el Instituto de Música Curtis de Filadelfia. Lo achacó a la discriminación racial.

1954. Se cambió el nombre a “Nina Simone” para que su familia no se enterase de que había elegido tocar la “música del diablo”.

En un garito le dijeron que tendría que cantar ella para acompañar al piano, cosa que, efectivamente, lanzó su carrera como vocalista de jazz.

1959. Lanzamiento de su primer disco. Nina Simone fue a Montgomery, Alabama, en 1965 y le advirtió al reverendo Martin Luther King: “¡No soy pacífica!”.

Tres días después del asesinato de King, en 1968, tocó “Why? (The King of Love is Dead)”, una canción de quince minutos que había compuesto un par de días antes. La misma mujer que no había tardado más de una hora en componer “Mississippi Goddam” como respuesta al asesinato de Megdar Evars en 1963 y al bombardeo del 15 de septiembre de ese mismo año en la iglesia bautista de 16th Street en Birmingham, Alabama, que se cobró la vida de cuatro chicas negras y dejó parcialmente ciega a una quinta. Dijo que la canción era como “responderles con diez balas”. Hacia finales de los sesenta, Simone estaba cansada del panorama musical estadounidense y la política racial del país, tan polarizada por aquel entonces. Habiendo sido vecina de Malcom X y de Betty Shabazz en Mount Vernon, Nueva York, luego vivió en otros países como Liberia, Suiza, Inglaterra y Barbados antes de asentarse en el sur de Francia. Allá por los noventa, su vida parecía una montaña de dificultades y trastornos. Todo el mundo sabía que las cosas no le iban demasiado bien en el país galo. Se decía que había disparado a sus vecinos. Sin duda, vivía con mucha angustia. Era un personaje muy complejo. Siempre había sido explosiva y nunca se había callado nada, pero en aquellos años su carrera estaba desmoronándose. Representaba muchísimo para mucha gente, pero su salud estaba en horas muy bajas, tanto física como mentalmente.

Recuerdo haber leído que, a mediados de los sesenta, en un momento en el que atravesaba una profunda depresión, alguien le dijo: “¿Eres consciente de que cargas con el peso de todo el mundo a tus espaldas? Es normal que te vengas abajo”. Que estuviésemos a punto de verla tocar en 1999 era un milagro.

Mi amigo Matt Crosbie, que se encarga del sonido en los conciertos de Nick Cave and the Bad Seeds, Dirty Three, Cat Power –lleva un cuarto de siglo encargándose de las mezclas de los Bad Seeds–, era el ingeniero que llevaba todas las mezclas de aquel festival. Es la única persona que conozco que haya pasado una hora a solas con Nina Simone, que tuvo lugar durante la prueba de sonido de aquel día.

Lo llamé por teléfono.

–Ey, Matty, soy Woz. Te quería hacer unas preguntas sobre el concierto de Nina Simone que vimos en el 99. ¿Te acuerdas?

–Joder, pues claro. Una experiencia religiosa. ¡Y tú estabas!

–¿Qué pasó durante la prueba de sonido? ¿De qué te habló?

–Hasta donde yo recuerdo, estaba sentada tocando el piano a su aire, y entonces paró y dijo: “¿Quién está haciendo la prueba de sonido? Nunca he oído un piano sonar tan bien”.

Él se presentó, le dijo que se llamaba Matt Crosbie y ella le dijo: «Matt, ven para acá». Dejó la mesa de mezclas y se acercó con nervios al escenario. Se arrodilló a sus pies, profundamente abrumado y, según él, ella no paraba de “dorarle la píldora” con lo bien que sonaba el piano. “Suena de la hostia este piano”.

Le dijo que lo quería en los monitores: “La percusión tiene que estar más alta y necesito algo de guitarra. Mi voz tiene que sonar bien alto. Quiero que suene nítida, Matt”.

Se quedó a solas tocando y dejó que la banda se arreglara por su cuenta. Matt se fue a la mesa y trabajó con el grupo en la mezcla en cuanto se enchufaron. Reparó en un amplificador para el bajo, que no estaba usando nadie, y preguntó: “¿Qué pasa con el bajista? ¿Hay bajista?”.

Ella intervino: “No, Matt, he largado a ese hijo de puta en el aeropuerto del vuelo desde París. Haré yo las octavas graves con la izquierda”.

–Luego tocó un par de canciones con la banda y aquello sonaba de la hostia –continuó Matt–. Anda que no había llovido ni nada desde que mezclaba en el hotel Hopetoun de Sidney a principios de los ochenta, Woz. ¿A que sí?

Después de la prueba de sonido, Matt fue a tomarse unas pintas de Guinness al bar del Festival Hall, que bautizó como “el Salón de las Salidas”. Volvió y pasó por el camerino de Simone, donde no se permitía la entrada a nadie. Todo el mundo le tenía miedo. A Matt, según me dijo, lo habían puesto al cargo de Nina. Llamó a la puerta para darle el aviso de que salía dentro de media hora. Ella lo invitó a pasar. “Estaba ahí en su silla de ruedas, con otra mujer”.

–Pasa, Matt –le dijo.

–Doctora Simone, ¿necesita algo más? ¿Le traigo algo? – preguntó Matt.

Según Matt, Simone se animó y le dijo:

–Bueno, Matt, ya que estás, ¿me traes champán, cocaína y salchichas?

–Creo que te puedo traer todo lo que me has pedido, Nina. ¿Qué tipo de salchichas quieres?

–Yo que sé, pues salchichas y punto.

Matt fue a alguna parte del recinto a conseguirle “un gramo de coca, una botella de Moët del bar y un surtido de salchichas de la cocina del Festival Hall”. Se lo llevó todo al camerino y ella le dio las gracias. Después de hacer el recado, Matt se bajó una pinta de whisky con un dedo de gaseosa y volvió a su mesa de mezclas para el concierto.

–¿Y todo eso pasó media hora antes del concierto, Matt?

–Sip. 


'El Chicle de Nina Simone', Warren Ellis.