Fotografías de Robert Mapplethorpe
Texto de Patti Smith
DISPAROS EN LA OSCURIDAD por Patti Smith
Cuando Robert y yo éramos jóvenes, con apenas unos veinte años, íbamos mucho a Coney Island, comíamos unos perritos calientes en Nathan's, nos sentábamos en el largo muelle, y soñábamos con el futuro. Robert quería ser un artista rico y famoso (lo sería). Queríamos hacer algo grande (yo todavía estoy trabajando en ello.) Compartíamos nuestros deseos como los niños sin zapatos y los hombres de edad que tiran su caña de pesca. Nos sentábamos allí hasta el amanecer, y luego volvíamos a Brooklyn. Nunca teníamos miedo. Nueva York era duro pero amable. Siempre estábamos bien. Tal vez pasábamos un poco de hambre.
Era el verano de 1967. Yo había dejado la seguridad de la familia, los campos de maíz, y los cielos de Nueva Jersey en busca de fortuna en Nueva York. Conocí a Robert, un sonriente niño descalzo tan inadaptado como yo. Ese otoño vivíamos en Hall Street en Brooklyn, cerca del Instituto Pratt, donde el estudió. Las calles estaban llenas de pintores y poetas. Todo el mundo tenía su visión. Y todo el mundo estaba arruinado. Nadie tenía televisor.
El nuestro era un sombrío apartamento pequeño que él iluminó con telas indias, objetos religiosos, y su propio trabajo. Yo tenía imágenes de Rimbaud en mi escritorio, ponía mis discos de Juliette Greco, y leía 'Iluminaciones'. Robert tenía un libro Timothy Leary - uno de los pocos libros que realmente leyó (con frecuencia se quedaba dormido viendo películas extranjeras y le echaba la culpa a los subtítulos.). Siempre estaba trabajando en un dibujo, una instalación, o una nueva pieza de escultura. Trabajaba unas doce horas seguidas, escuchando el mismo disco de Vanilla Fudge una y otra vez. Su trabajo era asimétrico, psicodélico, y siempre estaba rebuscando para encontrar materiales. Tuve que ocultar mi mejor repertorio de cosas; para algunos de aquellos primeros trabajos usó una piel de lobo, el brocado, o un crucifijo, todo fue sacrificado en el altar del arte.
A los veinte años, estábamos todavía aprendiendo sobre nosotros mismos, tratando de dar sentido a todo lo que estaba ocurriendo. Los asesinatos, Vietnam, el amor universal, de dónde sacar nuestra próxima comida. Nueva York vivía sus propios cambios - el residuo de principios de los 60 estaba dando paso al desorden divino de 1968. Todo esto era nuevo para mí - los harapos y el LSD no tuvieron éxito en el sur de Jersey.
Robert y yo nos peleábamos en raras ocasiones. Aunque discutíamos a veces, pero más bien como hermanos, sobre cosas triviales. Quién iba a lavar la ropa. Para quién sería la última hoja de dibujar. Quién fue el mejor bailarín. (Él se negó a reconocer la superioridad de mi estilo del Sur de Nueva Jersey por encima de su propio estilo de Long Island). Qué comer. Todo lo que él quería eran espaguetis y crema de chocolate.
Nuestras principales preocupaciones eran el arte y la magia. La magia era una cosa intuitiva que se tiene o no, y Robert estaba seguro de que lo tenía. Fue un regalo de Dios, y él compensó su fe en él. Siempre admiré su confianza. No era exactamente arrogancia, que estaba allí, inconmovible. Creía en lo que estaba haciendo y de alguna manera te contagiaba. Su principal fuente de ansiedad fue el dinero, porque la ejecución de sus ideas lo requería y detestaba cumplir con un empleo normal.
No éramos los más modernos. Esa no era la cuestión. La idea era desarrollar una visión que sería digna de recuerdo, o incluso de un poco de gloria.
A veces nos gustaba pasar la noche sentados en el suelo, mirando libros. Algunos me los dió mi madre: la fabulosa vida de Diego Rivera, Brancusi, El Arte Sagrado del Tíbet. Y sus propios libros sobre el arte erótico, arte tántrico, y el surrealismo. Me trenzaba el pelo al estilo de Frida Kahlo, él se ponía su viejo jersey negro de cuello alto y el peto, y nos gustaba encontrar refugio en las páginas de esos libros y emerger inspirados, resueltos.
A Robert le encantaban los libros de gran formato. Él no era un gran lector, pero estudiaba aquellas páginas - el trabajo de Miguel Ángel, Blake, Duchamp - e incorporó lo que allí veía en sus propias obras. Él soñaba con tener algún día un libro dedicado a su propia visión particular que estaba, a finales de los 60, todavía en formación.
Esto me rondaba por la mente hace poco, cuando abrí el paquete con las hojas aún sin encuadernar de su próximo libro. Un gran libro, exquisito, es cierto que no para cualquier mesa de café, aunque sí a tamaño de la mesa de café tal como él quería. Todo formaba un diario visual de su vida, la portada sin su nombre, ni texto, pero con una imagen de una bandera deshilachada de Estados Unidos iluminada por el sol. Hacia el final del libro hay uno de sus últimos autorretratos que tiene mucho de sufrimiento físico, testarudo, estoico, y un poco desgastado, como la bandera.
Robert vendió sus primeros cuadros en 1970. Nos habíamos separado como pareja, pero seguimos siendo amigos. Abordamos Manhattan: El Hotel Chelsea. Max's Kansas City. La Fábrica. Los 70. Robert amaba Manhattan, su crepúsculo perpetuo. Se sentía vivo ahí, libre. Le gustaba socializar, a pesar de que era tímido - y le encantaba Andy Warhol, que también era tímido y le gustaba socializar.
Al igual que muchos en ese momento exploró su identidad sexual, al límite. Christopher Street. Calle Cuarenta y dos. El cuero, los bares. Los baños. Cambiaba de identidad, no por alguna crisis, sino por placer. Un mes, el marinero, y el próximo, el buscavidas. "¡¿Qué te parece esta nueva imagen?!" me preguntaba, satisfecho de sí mismo con una camiseta ajustada negra, pantalones ajustados, y un pedazo de seda roja anudada alrededor de su garganta. Con esa camiseta negra se iba a la calle Cincuenta y Tres, donde observaba a los más espabilados, y los fotografiaba después. Llevaba su camiseta puesta al ejecutar su arte. Y cuando por fin se la quitaba, se estiraba y enmarcaba el trabajo y lo exponía como arte.
Él estaba usando en ese momento una vieja Polaroid. Un paquete de película Polaroid era muy costoso y podía sustituir el dinero destinado a la comida, por lo que cada disparo era importante. Robert nunca tomó instantáneas. Él siempre sabía de antemano la imagen que estaba buscando. Me seguía alrededor con la Polaroid constantemente, emitiendo órdenes sencillas. "¿Puedes pararte en ese eje de luz?" "Poco a poco, cara a la pared." Cada foto tomada con una economía estudiada, una economía que empleó durante toda su vida laboral. Incluso más tarde, ya con su trabajo más desarrollado, nunca usó un motor, nunca disparó rollo tras rollo. Su proceso no era apasionado. Su trabajo fue el resultado de un acto contemplativo, deliberado. Él jamás dibujó líneas; las cruzó, sin pedir disculpas, para crear algo actual y nuevo. Una hoja de contactos revelaría sólo doce imágenes. Eran todas iguales, a excepción de la que él había marcado, buscando la perfección. "La magia", decía.
Admito que yo esperaba que su fotografía sería una fase pasajera. De alguna manera, recibir un disparo con una Polaroid no se correspondía con mi idea del papel de la modelo del artista francés. Pero él se lo tomaba en serio. Le gustaba la velocidad, la inmediatez. Estaba convencido de que la impresión común de la Polaroid, en sus manos, era una obra de arte.
Señaló a sus súbditos en el camino de la vida, y su obra refleja los cambios - tanto personal como social. Muchos de sus modelos fueron chicos motoristas, chaperos, gente de la calle. Su forma era clásica, estilizada - "Yo no busco la belleza", decía, "yo busco la perfección."
En los años 70 comenzó a utilizar la cámara de gran formato, y se comprometió con la fotografía, abogando por su elevación y exploración. Retratos, naturalezas muertas, flores, el sadomasoquismo. En un primer momento me pareció que las fotografías sadomaso eran difíciles e incluso aterradoras. Una vez le pregunté cómo era estar ahí, observando, inmortalizando los rituales privados de estas personas. Dijo que sentía "un poco de miedo. Pero saben lo que están haciendo. Y yo también lo sé. Es una cuestión de confianza." Usó esas fotografías, que causaron tanto revuelo años más tarde, para burlarse de mí sin cesar. Sabía que yo era muy escrupulosa con eso. Así que en un domingo lluvioso, cuando yo abría una bella copia de Peter Pan o Arabia Deserta de repente me encontraba asaltada por la imagen de un miembro ensangrentado. "¡Robert!" gritaba yo. Y le oía, a través de la pared que separaba nuestros estudios, riéndose.
Creo que el furor que causó su trabajo después de su muerte le habría divertido. Pero la atención prestada a sólo el aspecto sexual le llenaría sin duda de consternación. No era intencionadamente político. Él no era un activista. Le disparaba a lo que vivía cotidianamente- al igual que Genet escribió lo que experimentaba -. Toda su obra - de la piel translúcida de un lirio al torso arqueado de un varón negro - representaba su visión del mundo. Al igual que Pollock odiaba ser llamado un expresionista abstracto y Manet deploró el título de impresionista, nunca Robert quiso una etiqueta. Ni siquiera como fotógrafo. Su verdadero deseo, y realmente lo merece, era ser recordado como un artista.
Poco antes de morir, me senté junto a Robert en su estudio. Él todavía trabajaba, a pesar de aquellos terribles ataques de tos, los vómitos y un dolor insoportable. Le ayudaba su hermano menor, el fotógrafo Edward Maxey, que fue capaz de presentar algunas imágenes finales de forma perfecta. Nos sentábamos entre aquellos grandes y exquisitos grabados. Un racimo de uvas maduras. Una sola rosa. Y un retrato en mármol de Hermes. La piel de la estatua blanca parecía emitir su propia luz sobre un fondo negro. Era como si, a través de los ojos de Robert, se vislumbrara la vida.
"Creo que he hecho todo lo que se puede con la fotografía", dijo. "Creo que voy a volver a la escultura."
Tenía en esos día ansiedad, esa ferviente mirada que a menudo llevaba cuando trabajaba. Recuerdo que se veía igual que cuando me fotografió en Burbank, California, a pleno sol, delante de una palmera. Corría el año 1987, yo estaba en mi sexto mes de embarazo y sentía tensión. Robert no estaba bien. Le temblaba la mano y, mientras trabajaba, se le cayó y rompió el medidor de luz. Pero tomamos la foto de todos modos, sin apenas decir una palabra. Miró la imagen a través de la cámara. "¿Puedes levantar la cabeza un poco?" Era muy similar a sus primeras imágenes. Alta concentración. Simple y directo. Dentro de esa modesta fotografía está toda nuestra experiencia, la compasión, e incluso un sentido mutuo de la ironía. Llevaba la muerte. Yo llevaba la vida. Mi cabello trenzado y el sol en mis ojos. Y así queda una imagen de Robert, con vida.
[De Details, Noviembre 1992; Tomado de A Patti Smith Babelogue]
SHOTS IN THE DARK by Patti Smith
When Robert and I were young, scarcely twenty, we'd sometimes go to Coney Island, have a Nathan's hot dog, sit on the long pier, and dream about the future. Robert wanted to be a rich and famous artist. (He did it.) I wanted to do something great. (I'm still working on it.) We'd cast our wishes like the shoeless kids and old men who cast out their fishing lines. We'd sit there until dawn, then head back into Brooklyn. We were never afraid. New York was tough but kind. We were always all right. Maybe just a little hungry.
It was the summer of 1967. I had left the security of family, cornfields, and billowing New Jersey skies to seek my fortune in New York. I met Robert, a smiling, barefoot kid as misfit as myself. That fall, we got a place on Hall Street in Brooklyn, across from Pratt Institute, where he was a student. The streets were run by painters and poets. Everybody had a vision. Everybody was broke. Nobody had a TV.
Ours was a bleak little apartment that he brightened with Indian cloths, religious objects, and his own work. I tacked pictures of Rimbaud over my writing desk, played my Juliet Greco records, and read Illuminations. Robert had a Timothy Leary book--one of the few books he actually read. (He often fell asleep in foreign movies. It was the subtitles, he said.) He was always working on a drawing, an installation, or a new piece of sculpture. He'd work twelve hours straight, listening to the same Vanilla Fudge album over and over. His work was asymmetric, psychedelic, and he was always scavenging for materials. I had to hide my best stuff, for many a wolf skin, brocade, or crucifix was sacrificed on the altar of art.
At twenty, we were still learning about ourselves, trying to make sense of what was going down. Assassinations, Vietnam, universal love, where our next meal was coming from. New York was going though its own changes--the Beat residue of the early '60s was giving way to the divine disorder of 1968. All this was new to me--beaded curtains and LSD were not big sellers in South Jersey.
Robert and I rarely fought. We did bicker, though, like siblings, over everything. Trivial things. Who would do the laundry. Who would get the last sheet of drawing paper. Who was the better dancer. (He refused to acknowledge the superiority of my South Jersey over his own Long Island style.) What to eat. All he ever wanted was spaghetti and chocolate egg creams.
Our main preoccupations were art and magic. Magic was an intuitive thing you either had or you didn't, and Robert was sure he had it. It was a gift from God, and he pinned his faith upon it. I always admired his confidence. It wasn't arrogance, it was just there, unshakable. And he was generous with it--if he believed in what you were doing, he somehow infected you with it. His major source of anxiety was money, because executing his ideas required it and he loathed employment.
We were not the hippest people. That was not the thing. The thing was to develop a vision that would be worthy of remembrance, or even a bit of glory.
Sometimes we'd pass the night by sitting on the floor, looking at books. Some my mother gave me: The Fabulous Life of Diego Rivera, Brancusi, The Sacred Art of Tibet. And his own big coffee-table books on erotic art, Tantric art, and Surrealism. I'd plait my hair like Frida Kahlo, he'd stretch out in an old black turtleneck and dungarees, and we'd find refuge in the pages and emerge inspired, full of resolve.
Robert loved the large-format book. He wasn't much of a reader, but he'd study the plates--the work of Michelangelo, Blake, Duchamp--and extend what he saw in works of his own. He dreamed of having such a book someday, devoted to his own particular vision that was, in the late '60s, still forming.
This was on my mind recently when I opened the package containing the unbound sheets of his forthcoming book, Mapplethorpe. A large, exquisite book, admittedly not for every coffee table, but coffee-table size, just as he wanted. It forms a visual diary of his life, opening not with his name, nor a text, but with an image of a proud, frayed American flag. The stars block, and are therefore illuminated by, the sun. Toward the end of the book is one of his last self-portraits, in which he is aged considerably from physical suffering, stubborn, stoic, and a bit frayed, like the proud and weathered flag.
Robert took his first pictures in 1970. We had parted as a couple, but we stayed together as friends. We tackled Manhattan: The Chelsea Hotel. Max's Kansas City. The Factory. The '70s. Robert loved Manhattan, its perpetual twilight. He felt alive there, free. He loved socializing-even though he was shy--and he loved Andy Warhol, who was also shy and loved to socialize.
Like many exploring their sexual identity at that time, he cased the emerging frontier. Christopher Street. Forty-second Street. The leather, bars. The baths. He shifted identities, not out of crisis, but out of delight. One month, the sailor; the next, the hustler. "How do you like this new image!" he'd ask, pleased with himself in a black net T-shirt, tight pants, and a piece of red silk tied around his throat. In that same black net tee he hung out on Fifty- third Street, where he observed the hustlers, photographed the hustlers, and perhaps hustled himself. He wore the T-shirt executing art. And when he finally took it off, he stretched and mounted it on a frame and exposed it as art itself.
He was using at this time an old Polaroid. A pack of film was costly and might take the place of a meal, so each shot was important. Robert never took snapshots. He always knew beforehand the image he was after. He followed me around with that Polaroid constantly, issuing simple commands. "Can you stand in that shaft of light?" "Slowly face the wall." Each shot taken with a studied economy, an economy he employed throughout his working life. Even later, as his work developed, he never used a motor drive, never shot roll after roll. His process was not a passionate one. His work was the result of a contemplative, deliberate act. He never drew lines; he crossed them, without apology, to create something present, new. A contact sheet would reveal just twelve images. They were all alike, except for the one he had marked, the perfect one. "The one with the magic," he'd say.
I admit I hoped his photography was a passing phase. Somehow, being shot with a cheap Polaroid didn't correspond to my notion of the role of the French artist's model. But he took it seriously. He liked the speed, the immediacy. He was convinced that the common Polaroid print, in his hands, was a viable work of art.
He drew his subjects from life's walk, and his work reflected change--both personal and social. Many of his models were biker boys, call boys, men of the street. His form was classic, stylized--"I'm not after beauty," he would say, "I'm after perfection, and they're not always the same."
In the early '70s he began to use the large-format camera, and he committed himself to photography, championing its elevation and exploration. Portraits, still lifes, early flowers, the S&M suite. At first I found the S&M photographs, which were difficult by most standards, frightening. I once asked him what it was like being there, observing, immortalizing the private rituals of these people. He said it was "somewhat scary. But they know what they're doing. And so do I. It's all about trust." He used these photographs, which caused such a stir years later, to tease me relentlessly. He knew I was squeamish about them, and he'd slip prints into my books. So on a rainy Sunday, I'd open a beautiful copy of Peter Pan or Arabia Deserta and be assaulted by an image of a bloodied member in a vice grip. "Robert!" I'd yell. And I could hear him, through the wall that separated our studios, giggling.
I think the furor his work caused after his death would have amused him. But the attention paid to just the sexual aspect would have surely dismayed him. He was not intentionally political. He was not an activist. He shot what he saw--just as Genet wrote what he experienced--with grace. All his work--from the translucent skin of a lily to the arched torso of a black male--represented him, his vision of the world. Just as Pollock hated being called an Abstract Expressionist and Manet deplored the title Impressionist, Robert never wanted to be pegged. Not even as a photographer. The true artist desires, and deserves, to be remembered only as an Artist.
Shortly before he died, I sat with Robert in his studio. He still worked, despite terrible bouts of coughing, vomiting, and excruciating pain. With the aid of his youngest brother, the photographer Edward Maxey, he was able to produce some final, perfect images. We sat amongst large, exquisite prints. A cluster of deeply ripe grapes. A single rose. And a marble portrait of Hermes. The skin of the white statue burned and seemed to emit its own light against a field of black. It was as if, through Robert's eye, it had glimpsed life.
"I think I've done everything I can with the photograph," he said. "I think I'll go back to sculpture."
He had on that day the anxious, fervent gaze he often wore when he worked. I remember that same look as he photographed me in Burbank, California, in full sun before a drying palm. It was 1987, I was six months pregnant and feeling the strain. Robert was not well. His hand trembled and, as he worked, he dropped and broke his light meter. But we took the picture anyway, barely saying a word. He checked the image and drew the camera closer. "Can you raise your head just a little!" It was much like the first pictures. High concentration. Simple and direct. Within that modest photograph is all our experience, compassion, and even a mutual sense of irony. He was carrying death. I was carrying life. My hair is braided and the sun is in my eyes. And so is an image of Robert, alive.
[From Details, November 1992; Taken from A Patti Smith Babelogue]
Cuando Robert y yo éramos jóvenes, con apenas unos veinte años, íbamos mucho a Coney Island, comíamos unos perritos calientes en Nathan's, nos sentábamos en el largo muelle, y soñábamos con el futuro. Robert quería ser un artista rico y famoso (lo sería). Queríamos hacer algo grande (yo todavía estoy trabajando en ello.) Compartíamos nuestros deseos como los niños sin zapatos y los hombres de edad que tiran su caña de pesca. Nos sentábamos allí hasta el amanecer, y luego volvíamos a Brooklyn. Nunca teníamos miedo. Nueva York era duro pero amable. Siempre estábamos bien. Tal vez pasábamos un poco de hambre.
Era el verano de 1967. Yo había dejado la seguridad de la familia, los campos de maíz, y los cielos de Nueva Jersey en busca de fortuna en Nueva York. Conocí a Robert, un sonriente niño descalzo tan inadaptado como yo. Ese otoño vivíamos en Hall Street en Brooklyn, cerca del Instituto Pratt, donde el estudió. Las calles estaban llenas de pintores y poetas. Todo el mundo tenía su visión. Y todo el mundo estaba arruinado. Nadie tenía televisor.
El nuestro era un sombrío apartamento pequeño que él iluminó con telas indias, objetos religiosos, y su propio trabajo. Yo tenía imágenes de Rimbaud en mi escritorio, ponía mis discos de Juliette Greco, y leía 'Iluminaciones'. Robert tenía un libro Timothy Leary - uno de los pocos libros que realmente leyó (con frecuencia se quedaba dormido viendo películas extranjeras y le echaba la culpa a los subtítulos.). Siempre estaba trabajando en un dibujo, una instalación, o una nueva pieza de escultura. Trabajaba unas doce horas seguidas, escuchando el mismo disco de Vanilla Fudge una y otra vez. Su trabajo era asimétrico, psicodélico, y siempre estaba rebuscando para encontrar materiales. Tuve que ocultar mi mejor repertorio de cosas; para algunos de aquellos primeros trabajos usó una piel de lobo, el brocado, o un crucifijo, todo fue sacrificado en el altar del arte.
A los veinte años, estábamos todavía aprendiendo sobre nosotros mismos, tratando de dar sentido a todo lo que estaba ocurriendo. Los asesinatos, Vietnam, el amor universal, de dónde sacar nuestra próxima comida. Nueva York vivía sus propios cambios - el residuo de principios de los 60 estaba dando paso al desorden divino de 1968. Todo esto era nuevo para mí - los harapos y el LSD no tuvieron éxito en el sur de Jersey.
Robert y yo nos peleábamos en raras ocasiones. Aunque discutíamos a veces, pero más bien como hermanos, sobre cosas triviales. Quién iba a lavar la ropa. Para quién sería la última hoja de dibujar. Quién fue el mejor bailarín. (Él se negó a reconocer la superioridad de mi estilo del Sur de Nueva Jersey por encima de su propio estilo de Long Island). Qué comer. Todo lo que él quería eran espaguetis y crema de chocolate.
Nuestras principales preocupaciones eran el arte y la magia. La magia era una cosa intuitiva que se tiene o no, y Robert estaba seguro de que lo tenía. Fue un regalo de Dios, y él compensó su fe en él. Siempre admiré su confianza. No era exactamente arrogancia, que estaba allí, inconmovible. Creía en lo que estaba haciendo y de alguna manera te contagiaba. Su principal fuente de ansiedad fue el dinero, porque la ejecución de sus ideas lo requería y detestaba cumplir con un empleo normal.
No éramos los más modernos. Esa no era la cuestión. La idea era desarrollar una visión que sería digna de recuerdo, o incluso de un poco de gloria.
A veces nos gustaba pasar la noche sentados en el suelo, mirando libros. Algunos me los dió mi madre: la fabulosa vida de Diego Rivera, Brancusi, El Arte Sagrado del Tíbet. Y sus propios libros sobre el arte erótico, arte tántrico, y el surrealismo. Me trenzaba el pelo al estilo de Frida Kahlo, él se ponía su viejo jersey negro de cuello alto y el peto, y nos gustaba encontrar refugio en las páginas de esos libros y emerger inspirados, resueltos.
A Robert le encantaban los libros de gran formato. Él no era un gran lector, pero estudiaba aquellas páginas - el trabajo de Miguel Ángel, Blake, Duchamp - e incorporó lo que allí veía en sus propias obras. Él soñaba con tener algún día un libro dedicado a su propia visión particular que estaba, a finales de los 60, todavía en formación.
Esto me rondaba por la mente hace poco, cuando abrí el paquete con las hojas aún sin encuadernar de su próximo libro. Un gran libro, exquisito, es cierto que no para cualquier mesa de café, aunque sí a tamaño de la mesa de café tal como él quería. Todo formaba un diario visual de su vida, la portada sin su nombre, ni texto, pero con una imagen de una bandera deshilachada de Estados Unidos iluminada por el sol. Hacia el final del libro hay uno de sus últimos autorretratos que tiene mucho de sufrimiento físico, testarudo, estoico, y un poco desgastado, como la bandera.
Robert vendió sus primeros cuadros en 1970. Nos habíamos separado como pareja, pero seguimos siendo amigos. Abordamos Manhattan: El Hotel Chelsea. Max's Kansas City. La Fábrica. Los 70. Robert amaba Manhattan, su crepúsculo perpetuo. Se sentía vivo ahí, libre. Le gustaba socializar, a pesar de que era tímido - y le encantaba Andy Warhol, que también era tímido y le gustaba socializar.
Al igual que muchos en ese momento exploró su identidad sexual, al límite. Christopher Street. Calle Cuarenta y dos. El cuero, los bares. Los baños. Cambiaba de identidad, no por alguna crisis, sino por placer. Un mes, el marinero, y el próximo, el buscavidas. "¡¿Qué te parece esta nueva imagen?!" me preguntaba, satisfecho de sí mismo con una camiseta ajustada negra, pantalones ajustados, y un pedazo de seda roja anudada alrededor de su garganta. Con esa camiseta negra se iba a la calle Cincuenta y Tres, donde observaba a los más espabilados, y los fotografiaba después. Llevaba su camiseta puesta al ejecutar su arte. Y cuando por fin se la quitaba, se estiraba y enmarcaba el trabajo y lo exponía como arte.
Él estaba usando en ese momento una vieja Polaroid. Un paquete de película Polaroid era muy costoso y podía sustituir el dinero destinado a la comida, por lo que cada disparo era importante. Robert nunca tomó instantáneas. Él siempre sabía de antemano la imagen que estaba buscando. Me seguía alrededor con la Polaroid constantemente, emitiendo órdenes sencillas. "¿Puedes pararte en ese eje de luz?" "Poco a poco, cara a la pared." Cada foto tomada con una economía estudiada, una economía que empleó durante toda su vida laboral. Incluso más tarde, ya con su trabajo más desarrollado, nunca usó un motor, nunca disparó rollo tras rollo. Su proceso no era apasionado. Su trabajo fue el resultado de un acto contemplativo, deliberado. Él jamás dibujó líneas; las cruzó, sin pedir disculpas, para crear algo actual y nuevo. Una hoja de contactos revelaría sólo doce imágenes. Eran todas iguales, a excepción de la que él había marcado, buscando la perfección. "La magia", decía.
Admito que yo esperaba que su fotografía sería una fase pasajera. De alguna manera, recibir un disparo con una Polaroid no se correspondía con mi idea del papel de la modelo del artista francés. Pero él se lo tomaba en serio. Le gustaba la velocidad, la inmediatez. Estaba convencido de que la impresión común de la Polaroid, en sus manos, era una obra de arte.
Señaló a sus súbditos en el camino de la vida, y su obra refleja los cambios - tanto personal como social. Muchos de sus modelos fueron chicos motoristas, chaperos, gente de la calle. Su forma era clásica, estilizada - "Yo no busco la belleza", decía, "yo busco la perfección."
En los años 70 comenzó a utilizar la cámara de gran formato, y se comprometió con la fotografía, abogando por su elevación y exploración. Retratos, naturalezas muertas, flores, el sadomasoquismo. En un primer momento me pareció que las fotografías sadomaso eran difíciles e incluso aterradoras. Una vez le pregunté cómo era estar ahí, observando, inmortalizando los rituales privados de estas personas. Dijo que sentía "un poco de miedo. Pero saben lo que están haciendo. Y yo también lo sé. Es una cuestión de confianza." Usó esas fotografías, que causaron tanto revuelo años más tarde, para burlarse de mí sin cesar. Sabía que yo era muy escrupulosa con eso. Así que en un domingo lluvioso, cuando yo abría una bella copia de Peter Pan o Arabia Deserta de repente me encontraba asaltada por la imagen de un miembro ensangrentado. "¡Robert!" gritaba yo. Y le oía, a través de la pared que separaba nuestros estudios, riéndose.
Creo que el furor que causó su trabajo después de su muerte le habría divertido. Pero la atención prestada a sólo el aspecto sexual le llenaría sin duda de consternación. No era intencionadamente político. Él no era un activista. Le disparaba a lo que vivía cotidianamente- al igual que Genet escribió lo que experimentaba -. Toda su obra - de la piel translúcida de un lirio al torso arqueado de un varón negro - representaba su visión del mundo. Al igual que Pollock odiaba ser llamado un expresionista abstracto y Manet deploró el título de impresionista, nunca Robert quiso una etiqueta. Ni siquiera como fotógrafo. Su verdadero deseo, y realmente lo merece, era ser recordado como un artista.
Poco antes de morir, me senté junto a Robert en su estudio. Él todavía trabajaba, a pesar de aquellos terribles ataques de tos, los vómitos y un dolor insoportable. Le ayudaba su hermano menor, el fotógrafo Edward Maxey, que fue capaz de presentar algunas imágenes finales de forma perfecta. Nos sentábamos entre aquellos grandes y exquisitos grabados. Un racimo de uvas maduras. Una sola rosa. Y un retrato en mármol de Hermes. La piel de la estatua blanca parecía emitir su propia luz sobre un fondo negro. Era como si, a través de los ojos de Robert, se vislumbrara la vida.
"Creo que he hecho todo lo que se puede con la fotografía", dijo. "Creo que voy a volver a la escultura."
Tenía en esos día ansiedad, esa ferviente mirada que a menudo llevaba cuando trabajaba. Recuerdo que se veía igual que cuando me fotografió en Burbank, California, a pleno sol, delante de una palmera. Corría el año 1987, yo estaba en mi sexto mes de embarazo y sentía tensión. Robert no estaba bien. Le temblaba la mano y, mientras trabajaba, se le cayó y rompió el medidor de luz. Pero tomamos la foto de todos modos, sin apenas decir una palabra. Miró la imagen a través de la cámara. "¿Puedes levantar la cabeza un poco?" Era muy similar a sus primeras imágenes. Alta concentración. Simple y directo. Dentro de esa modesta fotografía está toda nuestra experiencia, la compasión, e incluso un sentido mutuo de la ironía. Llevaba la muerte. Yo llevaba la vida. Mi cabello trenzado y el sol en mis ojos. Y así queda una imagen de Robert, con vida.
[De Details, Noviembre 1992; Tomado de A Patti Smith Babelogue]
SHOTS IN THE DARK by Patti Smith
When Robert and I were young, scarcely twenty, we'd sometimes go to Coney Island, have a Nathan's hot dog, sit on the long pier, and dream about the future. Robert wanted to be a rich and famous artist. (He did it.) I wanted to do something great. (I'm still working on it.) We'd cast our wishes like the shoeless kids and old men who cast out their fishing lines. We'd sit there until dawn, then head back into Brooklyn. We were never afraid. New York was tough but kind. We were always all right. Maybe just a little hungry.
It was the summer of 1967. I had left the security of family, cornfields, and billowing New Jersey skies to seek my fortune in New York. I met Robert, a smiling, barefoot kid as misfit as myself. That fall, we got a place on Hall Street in Brooklyn, across from Pratt Institute, where he was a student. The streets were run by painters and poets. Everybody had a vision. Everybody was broke. Nobody had a TV.
Ours was a bleak little apartment that he brightened with Indian cloths, religious objects, and his own work. I tacked pictures of Rimbaud over my writing desk, played my Juliet Greco records, and read Illuminations. Robert had a Timothy Leary book--one of the few books he actually read. (He often fell asleep in foreign movies. It was the subtitles, he said.) He was always working on a drawing, an installation, or a new piece of sculpture. He'd work twelve hours straight, listening to the same Vanilla Fudge album over and over. His work was asymmetric, psychedelic, and he was always scavenging for materials. I had to hide my best stuff, for many a wolf skin, brocade, or crucifix was sacrificed on the altar of art.
At twenty, we were still learning about ourselves, trying to make sense of what was going down. Assassinations, Vietnam, universal love, where our next meal was coming from. New York was going though its own changes--the Beat residue of the early '60s was giving way to the divine disorder of 1968. All this was new to me--beaded curtains and LSD were not big sellers in South Jersey.
Robert and I rarely fought. We did bicker, though, like siblings, over everything. Trivial things. Who would do the laundry. Who would get the last sheet of drawing paper. Who was the better dancer. (He refused to acknowledge the superiority of my South Jersey over his own Long Island style.) What to eat. All he ever wanted was spaghetti and chocolate egg creams.
Our main preoccupations were art and magic. Magic was an intuitive thing you either had or you didn't, and Robert was sure he had it. It was a gift from God, and he pinned his faith upon it. I always admired his confidence. It wasn't arrogance, it was just there, unshakable. And he was generous with it--if he believed in what you were doing, he somehow infected you with it. His major source of anxiety was money, because executing his ideas required it and he loathed employment.
We were not the hippest people. That was not the thing. The thing was to develop a vision that would be worthy of remembrance, or even a bit of glory.
Sometimes we'd pass the night by sitting on the floor, looking at books. Some my mother gave me: The Fabulous Life of Diego Rivera, Brancusi, The Sacred Art of Tibet. And his own big coffee-table books on erotic art, Tantric art, and Surrealism. I'd plait my hair like Frida Kahlo, he'd stretch out in an old black turtleneck and dungarees, and we'd find refuge in the pages and emerge inspired, full of resolve.
Robert loved the large-format book. He wasn't much of a reader, but he'd study the plates--the work of Michelangelo, Blake, Duchamp--and extend what he saw in works of his own. He dreamed of having such a book someday, devoted to his own particular vision that was, in the late '60s, still forming.
This was on my mind recently when I opened the package containing the unbound sheets of his forthcoming book, Mapplethorpe. A large, exquisite book, admittedly not for every coffee table, but coffee-table size, just as he wanted. It forms a visual diary of his life, opening not with his name, nor a text, but with an image of a proud, frayed American flag. The stars block, and are therefore illuminated by, the sun. Toward the end of the book is one of his last self-portraits, in which he is aged considerably from physical suffering, stubborn, stoic, and a bit frayed, like the proud and weathered flag.
Robert took his first pictures in 1970. We had parted as a couple, but we stayed together as friends. We tackled Manhattan: The Chelsea Hotel. Max's Kansas City. The Factory. The '70s. Robert loved Manhattan, its perpetual twilight. He felt alive there, free. He loved socializing-even though he was shy--and he loved Andy Warhol, who was also shy and loved to socialize.
Like many exploring their sexual identity at that time, he cased the emerging frontier. Christopher Street. Forty-second Street. The leather, bars. The baths. He shifted identities, not out of crisis, but out of delight. One month, the sailor; the next, the hustler. "How do you like this new image!" he'd ask, pleased with himself in a black net T-shirt, tight pants, and a piece of red silk tied around his throat. In that same black net tee he hung out on Fifty- third Street, where he observed the hustlers, photographed the hustlers, and perhaps hustled himself. He wore the T-shirt executing art. And when he finally took it off, he stretched and mounted it on a frame and exposed it as art itself.
He was using at this time an old Polaroid. A pack of film was costly and might take the place of a meal, so each shot was important. Robert never took snapshots. He always knew beforehand the image he was after. He followed me around with that Polaroid constantly, issuing simple commands. "Can you stand in that shaft of light?" "Slowly face the wall." Each shot taken with a studied economy, an economy he employed throughout his working life. Even later, as his work developed, he never used a motor drive, never shot roll after roll. His process was not a passionate one. His work was the result of a contemplative, deliberate act. He never drew lines; he crossed them, without apology, to create something present, new. A contact sheet would reveal just twelve images. They were all alike, except for the one he had marked, the perfect one. "The one with the magic," he'd say.
I admit I hoped his photography was a passing phase. Somehow, being shot with a cheap Polaroid didn't correspond to my notion of the role of the French artist's model. But he took it seriously. He liked the speed, the immediacy. He was convinced that the common Polaroid print, in his hands, was a viable work of art.
He drew his subjects from life's walk, and his work reflected change--both personal and social. Many of his models were biker boys, call boys, men of the street. His form was classic, stylized--"I'm not after beauty," he would say, "I'm after perfection, and they're not always the same."
In the early '70s he began to use the large-format camera, and he committed himself to photography, championing its elevation and exploration. Portraits, still lifes, early flowers, the S&M suite. At first I found the S&M photographs, which were difficult by most standards, frightening. I once asked him what it was like being there, observing, immortalizing the private rituals of these people. He said it was "somewhat scary. But they know what they're doing. And so do I. It's all about trust." He used these photographs, which caused such a stir years later, to tease me relentlessly. He knew I was squeamish about them, and he'd slip prints into my books. So on a rainy Sunday, I'd open a beautiful copy of Peter Pan or Arabia Deserta and be assaulted by an image of a bloodied member in a vice grip. "Robert!" I'd yell. And I could hear him, through the wall that separated our studios, giggling.
I think the furor his work caused after his death would have amused him. But the attention paid to just the sexual aspect would have surely dismayed him. He was not intentionally political. He was not an activist. He shot what he saw--just as Genet wrote what he experienced--with grace. All his work--from the translucent skin of a lily to the arched torso of a black male--represented him, his vision of the world. Just as Pollock hated being called an Abstract Expressionist and Manet deplored the title Impressionist, Robert never wanted to be pegged. Not even as a photographer. The true artist desires, and deserves, to be remembered only as an Artist.
Shortly before he died, I sat with Robert in his studio. He still worked, despite terrible bouts of coughing, vomiting, and excruciating pain. With the aid of his youngest brother, the photographer Edward Maxey, he was able to produce some final, perfect images. We sat amongst large, exquisite prints. A cluster of deeply ripe grapes. A single rose. And a marble portrait of Hermes. The skin of the white statue burned and seemed to emit its own light against a field of black. It was as if, through Robert's eye, it had glimpsed life.
"I think I've done everything I can with the photograph," he said. "I think I'll go back to sculpture."
He had on that day the anxious, fervent gaze he often wore when he worked. I remember that same look as he photographed me in Burbank, California, in full sun before a drying palm. It was 1987, I was six months pregnant and feeling the strain. Robert was not well. His hand trembled and, as he worked, he dropped and broke his light meter. But we took the picture anyway, barely saying a word. He checked the image and drew the camera closer. "Can you raise your head just a little!" It was much like the first pictures. High concentration. Simple and direct. Within that modest photograph is all our experience, compassion, and even a mutual sense of irony. He was carrying death. I was carrying life. My hair is braided and the sun is in my eyes. And so is an image of Robert, alive.
[From Details, November 1992; Taken from A Patti Smith Babelogue]
El fotógrafo Robert Mapplethorpe es uno de los más populares artistas del siglo pasado, convertido en estrella por sus impecables creaciones y por la polémica que siempre rodeó sus exposiciones a partir de su etapa de imágenes de modelos negros desnudos y sexo más o menos explícito. Pareja durante su adolescencia de la cantautora punk Patti Smith, luego abiertamente homosexual, fue una de las primeras víctimas del SIDA cuando ésta era aún una enfermedad desconocida. Photographer Robert Mapplethorpe is one of the most popular artists of last century, a superstar of Art because of his great work and also the scandal always surrounding his late exhibitions due to his phallic images and pictures of naked black models or the more or less explicit sexuality. Young boyfriend to the punk singer Patti Smith, later an open homosexual, he became one of the first famous victims of AIDS when it was still an unknown disease.
Selected linksEnlaces seleccionados
The Robert Mapplethorpe Foundation
Fine Art Photography
Artnet
Black Book
Bomb Magazine
O seculo prodigioso
American Buddha
"La belleza y el demonio son la misma cosa.", Robert Mapplethorpe. "Beauty and the devil are the same thing."
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O seculo prodigioso
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