[...] La rebeldía del artista contra lo real, y resulta entonces sospechosa a la revolución totalitaria, contiene la misma afirmación que la rebeldía espontánea del oprimido. El espíritu revolucionario, nacido de la negación total, sintió instintivamente que había también en el arte, además del rechazo, un consentimiento; que la contemplación podía dar al traste con la acción, la belleza, la injusticia, y que, en ciertos casos, la belleza era en sí misma una injusticia irremediable. Asimismo, ningún arte puede vivir con el rechazo total. Igual que todo pensamiento, y en primer lugar el de la no significación, significa del mismo modo que no hay arte del sinsentido. El hombre puede permitirse denunciar la injusticia total del mundo y reivindicar entonces una justicia total, que creará solo. Pero no puede afirmar la fealdad total del mundo. Para crear la belleza, debe al mismo tiempo rechazar lo real y exaltar algunos de sus aspectos. El arte discute lo real, pero no lo elude. Nietzsche podía rechazar toda trascendencia, moral o divina, diciendo que dicha trascendencia impulsaba a la calumnia de este mundo y esta vida. Pero tal vez haya una trascendencia viva, cuya belleza hace su promesa, que puede hacer amar y preferir a cualquier otro este mundo mortal y limitado. El arte nos volverá así a los orígenes de la rebeldía, en la medida en que trata de dar forma a un valor que huye en el devenir perpetuo, pero que el artista presiente y quiere arrebatar a la historia.[...]
[...] La contradicción es la siguiente: el hombre rechaza el mundo tal cual es, sin aceptar escaparse. De hecho, los hombres tienen apego al mundo y, en su inmensa mayoría, no desean abandonarlo. Lejos de querer olvidarlo siempre, sufren, al contrario, por no poseerlo bastante, extraños ciudadanos del mundo, exiliados en su propia patria. Salvo en los instantes fulgurantes de la plenitud, toda realidad es para ellos inacabada. Sus actos les escapan en otros actos, vuelven a juzgarlos bajo rostros inesperados, huyen como el agua de Tántalo hacia una desembocadura ignorada aún. Conocer la desembocadura, dominar el curso del río, captar por fin la vida como destino, he ahí su verdadera nostalgia, en lo más denso de su patria. Pero esta visión que, en el conocimiento al menos, los reconciliaría por fin con ellos mismos, no puede aparecer, si es que aparece, más que en ese momento fugitivo que es la muerte: todo acaba en él. Para estar, una vez, en el mundo, es preciso no estar ya en él nunca más. Nace aquí esa desgraciada envidia que tantos hombres sienten por la vida de los otros. Percibiendo esas existencias por fuera, les suponen una coherencia y una unidad que no pueden tener, en verdad, pero que parecen evidentes al observador. Éste no ve más que la línea superior de tales vidas, sin cobrar conciencia del detalle que las roe. Hacemos entonces arte de tales existencias. De modo elemental, las novelamos. Cada cual, en este sentido, trata de hacer de su vida una obra de arte.[...]
[...] Pero del mismo modo que no hay nihilismo que no acabe suponiendo un valor, ni materialismo que, pensándose a sí mismo, no llegue a contradecirse, el arte formal y el arte realista son nociones absurdas. Ningún arte puede rechazar de modo absoluto lo real.. La Gorgona es indudablemente una criatura puramente imaginaria; su hocico y las serpientes que la coronan existen en la naturaleza. El formalismo puede llegar a vaciarse cada vez más de contenido real, pero siempre le aguarda un límite. Hasta la geometría pura en la que desemboca a veces la pintura abstracta reclama de todos modos al mundo exterior su color y sus relaciones de perspectiva. El verdadero formalismo es silencio. Asimismo, el realismo no puede prescindir de un mínimo de interpretación y de arbitariedad. La mejor fotografía traiciona ya lo real, nace de una elección y de un límite a lo que no lo tiene. El artista realista y el artista formal buscan la unidad en donde no está, en lo real en estado bruto, o en la creación imaginaria que cree expulsar toda realidad. Poe el contrario, la unidad en arte surge al término de la transformación que el artista impone a lo real. No puede pasar una sin otra. Esta corrección, que el artista opera con su lenguaje y con una redistribución de elementos sacados de lo real, se llama el estilo y da al universo recreado su unidad y sus límites. Apunta en todo rebelde, y logra en algunos genios, a dar su ley al mundo. "Los poetas -dice Shelley- son legisladores no reconocidos del mundo."
Albert Camus, 'El Hombre Rebelde' (1951).