viernes, 22 de mayo de 2015

Llamadas Perdidas




“El mundo entero es salvaje por dentro y muy extraño por fuera”
Corazón Salvaje (David Lynch, 1990)


Primeramente vamos con un poco de historia para entrar en situación. La cámara y los soportes fotográficos fueron, como todo buen invento, resultado de los desvaríos de unos cuantos locos en momentos de lucidez y de sus muchos palos de ciego visionarios sobre una piñata rellena con promesas de patentes y determinada gloria. En ese extraño carrusel físico-químico y soñador, tío-vivo de caballitos empíricos o delirantes, se sentaron las bases de un caramelo que vendría a revolucionar un sector de la comunidad científica y artística y, asombrosamente, la sociedad y el mundo moderno: ¡la cámara fotográfica!, un arma que actúa como ángel y demonio, que nos acompaña sentimentalmente y a su vez puede subrayar continuamente la volatilidad del tiempo. No sería descabellado afirmar que dos de los grandes inventos de la historia reciente fueron el cine y la fotografía, que con su poder reflectante, aglutinador y narrador condicionarían en parte las vidas y el entendimiento de un sector importante de los habitantes del mundo moderno. Aunque, tirando piedras contra mi tejado, podemos añadir que, analizándolo fríamente, no sirven para mucho. Es más, podrían ser fácilmente prescindibles. Sin ellos seguiríamos respirando tan ricamente. Pero es muy posible que fuéramos peores.

La cámara fotográfica, aunque no se puede considerar la verdadera existencia de tal objeto hasta bien entrado el siglo XIX, tiene su origen allá por el Renacimiento cuando los pintores echaban mano de un truco de tahúr para ayudarse en sus labores. El fenómeno que conocemos como cámara oscura, entonces una incómoda habitación, consistía básicamente en un agujero en la pared que proyectaba contornos de la realidad propiciados por el efecto de la luz para trazar sobre seguro con el pincel. No fue hasta tiempo más tarde, rueda que te rueda el planeta, que se abre la posibilidad de ir reduciendo las dimensiones de ese fenómeno para ayudar a los artistas y profesionales de dibujos, grabados, pinturas y demás maravillosos despropósitos de la razón. Pero hete aquí que, giro fabuloso de los acontecimientos, eso sentó las bases para atrapar la luz. La historia señala que en 1727 se dieron los primeros pasos a tener en cuenta en la construcción de esa milagrosa ficción de realidad perpetuada que se vino a llamar fotografía. Fue cuando el naturalista Johann-Heinrich Schulze realiza unos experimentos por los que, para ponerlo de manera sencilla, se sirvió de una combinación de tiza y plata para avanzar en la posibilidad de imprimir con vago éxito la luminosidad sobre una superficie. Eso lo unimos a la cámara lúcida para retratistas desarrollada por el científico inglés William Hyde Wollaston y -¡bingo!- tenemos la base de todo lo que vino a continuación. Soporte impresionable y cámara, vamos que nos vamos. Entonces, salto mortal, en 1820 llega Niépce con su papel emulsionado con cloruro de plata y una caja cuadrada con lente con la que realiza la primera fotografía conocida, una vista desde su ventana. Sus resultados son los denominados “puntos de vista”, poético nombre para unas pruebas científicas. Ah, el argentum. ¡Viva la plata! Es tan importante o más que la óptica en esta aventura. Daguerre, bucanero de este episodio donde los haya (y hubo unos pocos), se apropió del descubrimiento de su predecesor en connivencia económica con su heredero y, mejor aclararlo para darle lustre a su aporte, su solución de yoduro de plata mejoró el proceso cuyos resultados fueron conocidos como “daguerrotipos”. Pero fue William Henry Fox Talbot y su calotipo (1830) el que se reservó la gloria, ahora tan deslucida por estar pasada de moda, de dar con el uso de la imagen en negativo. En este punto es donde damos por primera vez en la historia con ese nombre tan extraño y simple a la vez, “fotografías”. A partir de ahí apretamos el acelerador. Los soportes progresaron notablemente: colodión, melanotipo, ferrotipo, ambrotipo, placa, negativo… Y en cuanto a las cámaras se puede decir que el primer prototipo a tener verdaderamente en cuenta para el desarrollo comercial es el obturador de plano focal por ser fácilmente portable y abrir la posibilidad a los fotógrafos de prescindir del uso de las pesadas y molestas herramientas que utilizaban entonces. No en vano las llamadas “cámaras espía” o “cámaras detective” empezaron a poblar las calles con su turbador “clic”, aunque la imagen resultante era harto minúscula. Pero pronto aparece el primer nombre fácilmente reconocible de esta gesta: George Eastman, un fabricante de placas, encuentra el éxito definitivo con su cámara con rollo de negativo, a la que bautiza con una rara y caprichosa palabra, Kodak. En 1891 los 25 dólares de su precio daban derecho al procesado del negativo a cargo de la empresa. Su publicidad rezaba: “Usted aprieta el botón, nosotros hacemos el resto”. Pues ya las tenemos, las cámaras “instantáneas” para el gran público. Para profesionales se podía montar otro visor que ofrecía la posibilidad de copias más grandes. Pero con el inicio del siglo XX las populares cámaras réflex solucionaron aquella división. Y a partir de ese momento la historia es bien conocida. Los profesionales tenían un instrumento para sus avatares y en el ámbito doméstico las gentes atesoraban memorias queridas de sus momentos, fueran viajes o reuniones familiares o lo que les apeteciera.

Y aquí echamos el freno. De todo ese proceso hay algo por lo que he pasado de puntillas y no he puesto suficientemente de relieve enfrascado en contar sucintamente la intrincada evolución del invento[1]. Y es que en su origen y durante una parte del siglo pasado esa división entre comercio y profesión con respecto a las fotografías era, por así decirlo, inconcebible. El dilema empieza a tomar forma, exclusivamente, a partir del feliz acontecimiento comercial de haber llevado una cámara a la mayoría de hogares. Hasta entonces y, salvo pequeñas excepciones como las “cartas de visita”, invención de 1854 que permitía sacar varios pequeños retratos de una tacada y que forjaron algunos álbumes familiares de la época victoriana, las fotografías eran escasas y convenientemente servidas por los profesionales. Todo lo más podemos señalar un aparte en los que adoptaron el invento como forma de expresión artística[2] pero debemos tener en cuenta, incluso, que la crítica artística utilizó de forma despectiva el término “fotográfico” en algún momento para referirse a todo aquello que no les satisfacía. Las primeras imágenes están relacionadas con ensayos y prácticas o con el oficio, nada que ver con las memorias íntimas que han forjado su popularidad. Es a lo largo del siglo XX que cambia su escenario general y forman parte, por igual, de la conciencia social y el recuerdo emocional individualizado.

Vayamos pues, salvada la introducción histórica, al escenario en donde nos encontramos ahora. En la actualidad, con el avance brutal y en esencia afortunado de la democratización casi absoluta de la fotografía y por consiguiente la difusión amplia e inmediata de las imágenes, principalmente en el batiburrillo de las omnipresentes y exitosas redes sociales, se celebra un tipo de captura fotográfica que más allá de responder al deseo de fijar experiencias, advierte a voces de un culto progresivo y algo desmedido a un escaparate mediático en diversas plataformas concebidas para que los usuarios se mantengan en contacto pero que al mismo tiempo sirve para ponderar imagen pública, sirviéndose de las fotos para ganar y disfrutar aliento particular o tribal, preferentemente en su más rápida confirmación. La popularidad definitiva en países tecnificados de la fotografía, concretado en que se acarrea diariamente una cámara integrada en el teléfono móvil, y por consiguiente su uso diario, ha alentado aún más si cabe esa característica, irreductible y progresiva, de sobreexposición voluntaria de pasos privados, la intimidad operando en ocasiones como refugio y coartada de manifestaciones en las que se observa fanfarria para asuntos muchas veces cándidos. ¿Por qué aplaudimos entonces? Inercia inevitable. Se comparte y exhibe jolgorio o consumo para mostrar y lograr asomos de una vida plena, se hacen muchas fotos pero algunas de las motivaciones se revelan pueriles o jactanciosas. De mano en mano viajan esos espejos, publicados a voluntad para mostrar reflejos pasajeros de cualquier situación particular que nos haga estar presentes para los demás. Industrialización de las relaciones y la actividad, para bien y para mal. No se busque aquí censura pretenciosa ni pataleo retrógrado alguno, en realidad sólo un poco de luto personal por la pérdida de fuerza de la captura fotográfica, que se viene sustituyendo por una acepción desechable o efectista del invento al servicio de la aceleración del cableado voraz de las emociones. Líbrenme los malentendidos de parecer aguafiestas, no es esto tampoco reproche ni siquiera deseo de ir a contracorriente, más bien perplejidad por la posible alienación y frialdad derivada de servicios que posibilitan lo contrario e incluyen la fotografía como uno de sus ingredientes. Y en los que los implicados aplican, incluso para asuntos privados y a veces sin saberlo de tan asimilado que se tiene, trucos fotográficos y dialécticos propios de otros ámbitos, pero que dejan fuera los auténticos matices personales. Trampas de cartón-piedra. De alguna u otra manera todos huimos de los pequeños o grandes naufragios que acarrean las ocupaciones y los límites temporales o físicos, pero un objetivo primario de las redes parece ser dejar escapar cualquier brindis al sol, auspiciados por la facilidad del contacto, con la atención efímera como premio. Nada que objetar, por supuesto, a la celebración de la vida y al diálogo asequible. Ni a la tecnología al alcance, por mucho que los métodos que usamos para ello sean a veces caníbales. Aún más, es motivo de celebración la posibilidad de que familias, amantes o amistades, por ejemplo, afiancen reiteradamente nexos de unión gracias a las vías actuales. Muy a favor de cualquier progreso que facilite más entendimiento o reunión voluntaria y, por supuesto, sublimación de las pasiones y eventos varios o casi cualquier cosa que nos haga sentir bien. Pero en el intento de salvar distancia o matar tedio, lastres y carencias, de alguna forma parece que se asume el uso de las fotografías a la manera de un onanismo público y tosco (¡fast-food para la mirada!), mal que me dolería si eso anuncia que otros anhelos de la fotografía fueran a difuminarse. Aparejado a todo ello debemos tener en cuenta que es notable la pérdida o empeoramiento paulatino de soporte físico. ¿Valorar las fotos si cualquiera puede hacerlas? La carne en el asador de una imagen fotográfica puede pasar desapercibida si no se le pone atención. Plana se muestra para el que no quiera ver. Y, puestos los medios, hacer “buenas” fotos está al alcance de cualquiera si se interesa un poco. Anestesiados pues por el exceso, el trabajo remunerado se vuelve una quimera, especialmente para quien no encaje en la armonía popular, obligados a ser amables en los temas elegidos. Deja poco lugar para mostrar singularidad o metáforas. Está en nuestra naturaleza subvertir los instrumentos, pero la posibilidad con frecuencia nos supera. Generamos armas de doble filo, que con el uso se vuelven romas. Guirnaldas mojadas. Los diletantes bien amordazados. ¿Vamos camino de sublimar la insipidez? Se me antoja, así las cosas, una tendencia casi compulsiva, en general, a servirse de una cámara como medio para, además de adornar sin ardor historias personales, crear un limbo parcial, prisionero de la inmediatez indiscriminada o grupal, perdiendo por el camino elementos memorables o aprendizajes. Dicho todo lo cual puede surgir una cuestión básica: ¿no estoy confundiendo aquí la práctica del simple usuario con el que quiere dar otros usos a una cámara? Ojo, no se trata, ni mucho menos, de elogiar la nostalgia ni de atacar la vanidad súbita o el típico “yo estuve ahí”, ni siquiera constatar el creciente afán de protagonismo y popularidad por absurdo que se manifieste, pero sí que las fruslerías se tornen por repetición restrictivas para los motivos y el entendimiento. ¿Y qué si además sólo se pretende usar una cámara de forma útil? Pareciera en cualquier caso saco roto si dejan de ser testimonios los momentos elegidos sino exclusivamente alertas tibias de la existencia. Hacerse notar con la simple presencia, inclusive maquillar sistemáticamente. Todos con nuestra mejor sonrisa. En esas acciones básicamente promocionales una parte del cerebro libera sensación de placer y ahí está el germen de esa adicción generalizada a comunicaciones y prácticas algo peculiares (el selfie indiscriminado como su estandarte), interlocución fácil pero, por su uso, con poco margen para desarrollar circunstancias constitutivas en las comunicaciones a través de la imagen. Las fotografías, que alguna vez se caracterizaron por poner foco (o desenfoque) sobre aquello que nos interesa contar, afirmar o conservar, las utilizamos primordialmente como endeble archivo para lograr aprobación o construir dicha pública, simple instrumento. Cabe ahí poco diálogo sino más bien cruce de monólogos fríos, débil fuego nacido prácticamente extinto. Resbalar sobre el hielo una y otra vez. Tal escenario, como peligroso pulso permanente, propiciaría fácilmente, además de imágenes instantáneamente vertidas a la papelera o de fácil caducidad, proliferación de llamadas perdidas, conversaciones ahogadas huyendo del enlace cautivo, la esclavitud de la localización o participación continuada, posibles conflictos de intereses o margen insidioso sobre cualquier elemento que no se ajuste al baile social, despersonalizados así por la caravana virtual. Renovadas obsesiones. Emociones de usar y tirar, estrategias publicitarias aplicadas a lo individual. Alertas disfrazadas de fiebre insulsa, al fin y al cabo. La orilla llena de mensajes en botellas.

La fotografía digital ha convertido además los recuerdos, sin apenas darnos cuenta, en momentos fácilmente renunciables, reiteradas primicias personales repentinas que se alimentan de cualquier vivencia que nos sea relevante de forma harto caprichosa. Los recuerdos más o menos sentidos, que ahora son conservados sistemáticamente en numerosas carpetas virtuales, perviven alterados al servicio del empuje social. Como nuevo logro las fotos, que solían celebrar el halo de lo que fuimos y sentimos, son servidas ahora con celeridad máxima en aplicaciones telefónicas o boletines sociales de la red, acentuando lo que apenas hemos sido. Ruleta rusa que provoca pequeñas memorias fulminantes que se multiplican con el ansia de mínimos galardones. Ponemos acento sobre huellas recientes, algo que puede acarrear no vivir por el placer de vivirlo sino para contarlo o incluso deviniendo curiosamente en la práctica de contarlo para vivirlo. Lo que importaría en ese caso no sería sólo el hecho de disfrutar sino también que lo parezca. La relevancia de esa nueva rutina es cosa de cada cual. Si eso carece de repercusión en nuestra manera de socializar o, el caso que aquí compete, el lenguaje fotográfico, depende de nuestra visión crítica. Pero es posible que si tal empeño se vuelve costumbre no sea para atesorar o conmemorar situaciones determinadas, más bien como continuada y nimia prueba de vida, que en ese caso correría el riesgo de sustituir paulatinamente la sensación de implicación directa para así socializar desde la distancia y, ya que estamos, evitar cómodamente los daños. Por añadido se nos sirve en bandeja la posibilidad de falsear la realidad. Altar para ideas preconcebidas, pedestal de escollos. Combatiendo momentos de soledad y en el empeño de estar permanentemente conectados (algo que no necesariamente redunda para bien en las relaciones) puede que se logre paradójicamente el efecto contrario, más aislamiento. Y decepción. O peligroso desencanto. Todo esto se observa a su vez en parte del trabajo creativo y, a poco que uno tenga por costumbre mantenerse actualizado en la ingente producción más reciente, se manifiesta una tendencia en lo artístico a mostrar series fotográficas (más o menos afortunadas) que contienen capturas de las vivencias privadas y sociales, los fotógrafos no como testigos sino como intermitentes paparazzis de sí mismos y su círculo próximo quienes, si bien no dejan de crear documentos interesantes y válidos, acusan sin pretenderlo poner énfasis en lo casual de la toma más que en la intención. Y personalmente preferiría no ver situarse en la otra esquina del ring a los que confunden lo artístico con lo estrictamente efectista o pretencioso. Uno quiere estar de acuerdo con la ensoñación de Jean Cocteau cuando afirmaba que “el cine sólo será Arte cuando sus materiales sean tan baratos como el papel y el lápiz”, aplicándolo así mismo a las fotografías. Si la práctica desmiente con frecuencia o no esa afirmación es tema sujeto a consideraciones y opiniones. Pero también es factible que la categoría de muchos trabajos, que antes se confiaba a profesionales, se haya visto afectada considerablemente. Y que, al mismo tiempo, donde antes no podían, sabían o querían acceder esos profesionales existan sustitutos con mayor o menor ventura.

Son varias las plataformas que han tenido éxito en la empresa de brindar galería pública mundial a través de la red a cualquier aficionado o profesional que guste de compartir los resultados de su empeño con una cámara. En ese vasto barullo se puede visitar variedad asombrosa de estilos y en muchos casos visionar imágenes de belleza espectacular. El asunto da para años de navegación. Por no hablar de que se puede contactar fácilmente con el espectador o cliente, comparar y comentar los resultados y técnicas empleadas, publicar libros, aprender, recaudar fondos para proyectos, etcétera. Los coleccionistas disponen, como añadido a los tradicionales espacios físicos, de foros virtuales donde adquirir obra. Los amantes de libros de fotografía tienen la posibilidad de encontrar más fácilmente esas piezas codiciadas. Aparentemente la fotografía está más viva que nunca, sorprendente para un oficio en decadencia. ¿Hay lugar en la nueva fotografía para captar el frenesí de arrebatos privados? La búsqueda propia en el lenguaje de la luz y el tiempo que es la fotografía es cosa harto personal. ¿Puede esa labor de búsqueda individual encajar en demandas y encargos profesionales? No sólo estoy convencido de ello, sino que además creo que lo enriquece, añade otras calidades que son importantes y desde hace tiempo viene rompiendo, convenientemente, corsés. El furor de la vitrina mediática o el pedestal comercial que se le ha brindado a todo el muestrario popular (se imita su apariencia para llegar a ese público) parece ir desplazando a aquellos que fijan instantáneas para comprender, simbolizar o documentar, trazando mapas de los sentidos y la existencia que en su peculiaridad o relevancia conforman un sentido interés por lo particular, que sumadas forman lo común. Del mismo modo, al convertirse en una herramienta cotidiana plena de posibilidades, aporta creatividad al alcance de todos, incluso aunque el que la usa creativamente no sea ducho en la materia, sólo que suavizada con facilidad esa aportación para hacerla encajar en la línea de los imperativos de lo comúnmente aceptable. Reflejos de lo automático. ¿Nos producirá indiferencia de tanto usarlo? Claro está que no se puede demandar de la generalidad una labor confesional desinhibida o un esfuerzo selectivo y creativo, lo mismo que no es para nada deseable uniformidad en la producción profesional o artística. Ni tampoco sería recomendable dar por sentado que cuanto más rebuscado más fondo tiene algo. Cada uno tiene sus propias razones y motivaciones. O, simplemente, no las tiene. Para gustos los colores. Y, profesionalmente, el comercio suele mandar. Pero, así las cosas, la tendencia general es usar una cámara por el simple hecho de almacenar o producir, como si de un cajón de sastre se tratara. O cajón desastre. Masivas señales de humo, con la lumbre apagada. Intentos in situ. Y a pesar de disponer de los recursos para desarrollar infinidad de voces propias, la política social suele templar libertad y acogerse al absolutismo de lo políticamente correcto. El actual Gobierno español ya se apresuró a prohibir ciertas pruebas y revueltas inevitables, porque saben del potencial contagioso de las protestas y la transmisión de los testigos. Pero además, aparentemente, el gran público de internet sólo muestra interés por las fotos cuando son retratos de celebridades, belleza física, ternura, farra, moda o vehículos para mofa o chistes malos. ¿Lento suicidio de las posibilidades del medio fotográfico?

Por ahora parece una posibilidad remota ponerle telón al uso creativo de la fotografía, pero en cuanto a estética la realidad empuja, permite poca parada, luchando feroz contra el tiempo en lugar de a favor de lo que fuimos, somos o seremos. Los beneficios y usos mandan. Y ahí vamos, capeando el temporal. A esa fiesta se vendría a sumar la dictadura silente del avance y proliferación del retoque fotográfico y sencillas herramientas aplicadas como una gran mentira mejorada. Pero esa es otra historia[3]. Quiero terminar subrayando que la aparente vehemencia de este escrito, que pareciera a simple vista atizar con mala baba a la actualización de la cacharrería de la época y a la difusión resultante, no es tal. Nada en contra de logros comunes ni risas banales o usos casuales, ni mucho menos de las distintas demandas ni variadas cuitas. No es esa mi motivación, yo también soy cómplice asiduo de algunos nuevos medios, medios que además posibilitan en alguna medida eludir ciertos filtros que son condición inevitable en otros ámbitos. Y en cuanto al uso de una cámara, aún me pillan aprendiendo a andar y ahí seguiremos. En mi caso sólo el propósito de ejecutar cualquier mínimo trabajo personal a “calzón quitao” me libera de la conciencia del pudor y el fracaso. El vértigo, con frecuencia descomunal, de mostrarse sin ambages queda para mí desestimado con ese compromiso sensible, aún a sabiendas de que moverse en la cuerda floja tiene consecuencias. Además en el circo de la producción artística, como en tantos otros, es mano de santo asumir la posibilidad de mudar el traje de domador por el de payaso y viceversa sin mucho drama. O eso, o lo guardas todo en un cajón. Así, al menos, lo afronto yo. Hay que ser libre para poder volar, hay que volar para poder ser libre. Y, como alerta de opiniones únicamente agoreras, se puede tener en cuenta que existieron en otras épocas argumentos alarmistas contra la fotografía como instrumento para ejecutar el asesinato de las artes. Pero, eso sí, vaya desde aquí una pequeña e insignificante rebelión personal contra los riesgos de ver convertidas las múltiples posibilidades de emoción o expresión de la cámara fotográfica y su lenguaje poderoso en vestigio. Educar la mirada, ver distintos puntos de vista, conocer otras existencias, exprimir matices, sacarle jugo a todo. Yo aún no he tenido suficiente de eso, quiero más y bien diversos poemas ajenos de lo cotidiano. Tanto para comunicar como para servir emociones la fotografía, como elemento social y personal, es una herramienta valiosa y útil, especialmente cercana además porque tiene el privilegio de ser extendido rito popular. Y a fin de cuentas, eso sí que no es baladí, mejor no olvidar por el camino de la tecnificación doméstica que la vida es para sentirla y vivirla, en la medida de lo posible. Lo demás, aficiones, algoritmos, consumo, memorias externas u ondas, son complementos o utensilios, sustanciales o prescindibles según la situación e interés de cada cual. Y así me voy de momento, con la música a otra parte, silbando esta tonada:

“En estas noches de frío/ De duro cierzo invernal/ Llegan hasta el cuarto mío/ las quejas del arrabal/ Arráncame la vida/ Con el último beso de amor/ Arráncala/ Toma mi corazón/ Arráncame la vida/ Y si acaso te hiere el dolor/ ha de ser de no verme/ porque al fin tus ojos me los llevo yo “[4]

Juan Pedro Salinero, Mayo 2015.
http://www.juanpedrosalinero.com

1- Para conocer con detalle el fascinante origen de la fotografía es muy recomendable un clásico: Historia de la Fotografía de Beaumont Newhall (1ª edición de 1937).
2- Julia Margaret Cameron (1815-1879), Alfred Stieglitz (1864-1946), Edward Steichen (1879-1973) o Man Ray (1890-1976) son algunos de los nombres pioneros a tener en cuenta en la evolución del arte fotográfico.
3- El juego sobre la fotografía y la ficción ha dado mucho de sí. Se puede mencionar a Cindy Sherman o Joan Fontcuberta como dos imprescindibles. Más recientemente se puede ver una motivación similar al respecto, aunque adaptada a las corrientes actuales, por ejemplo en los proyectos creativos sobre redes sociales de Intimidad Romero (https://www.facebook.com/intimidadromero) y Amalia Ulman (https://instagram.com/amaliaulman/).
4- Agustín Lara, ‘Arráncame La Vida’.

Fotografía: Pasos perdidos, de Juan Pedro Salinero.

Escuchando: Peggy Lee - Is That All There Is? (https://www.youtube.com/watch?v=cylQ9mVR2_I)
Mirando: La Gata Negra (Edward Dimytryk, 1962) (http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-2172/)
Leyendo: ‘Chavales Del Arroyo’, Pier Paolo Pasolini (http://www.nordicalibros.com/ficha.php?id=314