sábado, 30 de septiembre de 2017

Viaje a la hiperrealidad




1. VIAJE A LA HIPERREALIDAD


LA FORTALEZA DE LA SOLEDAD


Las dos muchachas, muy bellas, están desnudas. Agachadas una frente a otra, se tocan con sensualidad, se besan, se lamen con la lengua la punta de los senos, encerradas dentro de una especie de cilindro de plástico transparente. Aunque no sea un voyeur profesional, uno se ve tentado a dar la vuelta alrededor del cilindro, para poder verlas también de espaldas, de tres cuartos y del lado opuesto. Después uno se siente impulsado a acercarse al cilindro, que está encima de una columna y tiene pocos decímetros de diámetro, y mirar desde arriba: las muchachas han desaparecido. Esta realización es una de las tantas expuestas en Nueva York por la Escuela de Holografía.

La holografía, última maravilla de la técnica del rayo láser, inventada por Dennis Gabor en los años cincuenta, realiza una representación fotográfica en color más que tridimensional. Al mirar dentro de la caja mágica, en la que aparece un tren o un caballo en miniatura, podremos ver, según varíe nuestro punto de vista, aquellas partes del objeto que la perspectiva nos impedía contemplar. Si la caja es circular, podremos ver el objeto desde todos los lados. Si el objeto, mediante diversos artificios, ha sido captado en movimiento, lo veremos moverse ante nuestros ojos, o, mejor dicho, al movernos nosotros, y al cambiar de posición podremos ver que la muchacha retratada nos hace un guiño o que el pescador se dispone a beber de la lata de cerveza que tiene en la mano. No se trata de una representación cinematográfica, sino de una especie de objeto virtual de tres dimensiones que existe también allí donde no alcanzamos a verlo; y basta con desplazarnos para poder verlo asimismo en aquel punto.

La holografía no es un simple juego: ha sido estudiada y aplicada por la NASA en sus exploraciones espaciales y se utiliza en medicina para obtener representaciones realistas de las alteraciones anatómicas. También se sirven de ella la cartografía aérea y muchas industrias, y se emplea en el estudio de procesos físicos. Pero ahora comienza a ser usada por artistas que en otro tiempo hubieran hecho quizás hiperrealismo, y el hiperrealismo satisface con ella sus aspiraciones más ambiciosas: en la puerta del Museo de la Brujería, en San Francisco, está expuesto el mayor holograma jamás realizado, donde se representa al diablo junto a una bellísima bruja.

La holografía sólo podía prosperar en Estados Unidos, un país obsesionado por el realismo, donde, para que una reevocación sea creíble, tiene que ser absolutamente icónica, una copia verosímil, ilusoriamente «verdadera», de la realidad representada.

Los europeos cultos y los norteamericanos europeizados consideran a Estados Unidos la patria de los rascacielos de cristal y acero y del expresionismo abstracto. Pero Estados Unidos es también la patria de Superman, héroe sobrehumano de la serie de comics creada en 1938 y que aún perdura. Superman siente, a veces, la necesidad de retirarse junto a sus recuerdos, y para ello vuela, entre inaccesibles montañas, hasta el corazón de la roca donde se yergue, defendida por una enorme puerta de acero, la Fortaleza de la Soledad.

Allí tiene Superman sus robots, fidelísimas copias de sí mismo, milagros de la tecnología electrónica, que de vez en cuando envía por el mundo con el fin de realizar un justo deseo de ubicuidad. Y estos robots resultan increíbles, porque su apariencia de verdad es absoluta: no se trata de hombres mecánicos, todo ruedecitas y bip-bip, sino de «copias» perfectas del ser humano, dotadas de piel, voz, movimientos y capacidad de decisión. Superman usa también la fortaleza como museo de recuerdos: todo lo sucedido durante su vida llena de aventuras está registrado allí en copias perfectas o incluso conservado como pieza original miniaturizada, como la ciudad de Kandor, superviviente de la destrucción del planeta Kripton y que, bajo una campana de cristal, Superman sigue haciendo vivir, en dimensiones reducidas, tamaño casita de muñecas, con sus edificios, autopistas, hombres y mujeres. La meticulosidad con que Superman conserva todas las reliquias de su pasado nos recuerda aquellas cámaras de maravillas o Wunderkammer popularizadas por la cultura alemana del barroco, cuyo origen está en los tesoros de los señores medievales y quizás incluso antes, en las colecciones romanas y helenísticas.

En las colecciones antiguas, se alineaban el cuerno de unicornio junto a una reproducción de una estatua griega y, más tarde, pesebres mecánicos, autómatas prodigiosos, gallos de metales preciosos que cantaban, relojes con el desfile de hombrecitos que salían a anunciar el mediodía y cosas por el estilo. Pero, en sus inicios, el formalismo de Superman resultaba increíble, puesto que se suponía que, en nuestro tiempo, la Wunderkammer no podía ya seducir a nadie y no se habían difundido aún las prácticas del arte postinformal, como los conjuntos de cajas de reloj de Arman dispuestas dentro de una vitrina, o los fragmentos de cotidianeidad (una mesa sin recoger después de una comida desordenada, una cama deshecha) de Spoerri, o ejercicios posconceptuales como las colecciones de Annette Messager que, en neurótico catastro, acumula recuerdos de su infancia en diversos cuadernos y los expone como obras de arte.

Lo que resultaba más increíble era que, para recordar los acontecimientos pasados, Superman los reprodujera en forma de estatuas de cera de tamaño natural, como en el macabro Museo Grévin. Naturalmente, todavía no habían aparecido las esculturas hiperrealistas, pero ya existía una predisposición, que perduró después, a considerar que los hiperrealistas eran unos extraños vanguardistas que habían surgido como reacción a la cultura de la abstracción o de la deformación pop. De tal manera que al lector de Superman podía parecerle que las rarezas museográficas del héroe no tenían correspondencia real alguna con el gusto y la mentalidad norteamericanos. Sin embargo, existen en Estados Unidos muchas Fortalezas de la Soledad, con sus estatuas de cera, sus autómatas y su colección de maravillas fútiles: basta traspasar los límites del Museo de Arte Moderno y de las galerías de arte para acceder a otro universo, reservado a la familia media, al turista, al político.

La Fortaleza de la Soledad más sorprendente fue erigida en Austin, Texas, por el presidente Johnson, todavía en vida, como monumento, pirámide o mausoleo personal. Y no me refiero a la inmensa construcción de estilo imperial moderno, ni a los cuarenta mil contenedores rojos que guardan todos los documentos de su vida política, ni al medio millón de fotografías documentales, ni a los retratos, ni a la voz de la señora Johnson, que relata a los visitantes la vida de su difunto marido. Hablo más bien del cúmulo de recuerdos de la vida escolástica del hombre, de las fotografías del viaje de bodas, de una serie de películas que registran los viajes al extranjero de la pareja presidencial y que se proyectan continuamente al visitante, de los maniquíes de cera que exhiben los trajes de boda de sus hijas Lucy y Linda, de la reproducción en tamaño natural del Oval Room, despacho presidencial de la Casa Blanca, de las zapatillas rojas de la bailarina Maria Tallchief, de la partitura con la firma del pianista Van Cliburn, del sombrero de plumas que usara Carol Channing en Hello Dolly! (reliquias cuya presencia se justifica por el hecho de que estos artistas actuaron en la Casa Blanca), de los regalos ofrecidos por los representantes de diversos estados, del tocado de plumas indio, de los retratos realizados con cerillas, de los paneles conmemorativos en forma de sombrero de cow-boy, de los centros recamados con la bandera norteamericana, de la espada regalada por el rey de Thailandia y de la piedra lunar recogida por los astronautas. La Lyndon B. Johnson Library es una Fortaleza de la Soledad: cámara de maravillas y ejemplo ingenuo de narrative art. Museo de cera, gruta de los autómatas, que permite entender la existencia de una constante de la imaginación y del gusto norteamericano medio por la cual el pasado debe ser conservado y celebrado en forma de copia absoluta, en tamaño natural, a escala 1:1: una filosofía de la inmortalidad como duplicación. Esta filosofía domina la relación de los norteamericanos consigo mismos, con el propio pasado, no pocas veces con el propio presente, siempre con la historia y, al límite, con la tradición europea.

Construir un modelo a escala 1:1 del despacho de la Casa Blanca (empleando los mismos materiales, los mismos colores, pero todo obviamente más brillante, más lustroso, sustraído al deterioro) significa que la información histórica debe asumir el aspecto de una reencarnación para ser transmitida. Para hablar de cosas que se quieren connotar como verdaderas, esas cosas deben parecer verdaderas. El «todo verdadero» se identifica con el «todo falso». La irrealidad absoluta se ofrece como presencia real. En la reconstrucción del despacho presidencial existe la ambición de ofrecer un «signo» que se haga olvidar como tal; el signo aspira a ser la cosa y a abolir la diferencia de la remisión, el mecanismo de la sustitución. No la imagen de la cosa, sino su calco, o bien su doble.

¿Es éste el gusto norteamericano? Ciertamente, no es el de Frank Lloyd Wright, del Seagram Building, de los rascacielos de Mies van der Rohe. No es el de la escuela de Nueva York, ni el de Pollock. No es tampoco el de los hiperrealistas, que producen una realidad tan verdadera que grita a los cuatro vientos su propia ficción. Se trata, sin embargo, de comprender de qué fondo de sensibilidad popular y de habilidad artesanal extraen su inspiración los hiperrealistas actuales, y por qué experimentan la exigencia de jugar con esta tendencia hasta la exasperación. Existe, pues, una Norteamérica de la hiperrealidad desaforada, que no es siquiera ni la del pop, de Mickey o de la cinematografía hollywoodense, sino otra más secreta (o mejor, pública pero «snobizada» por el visitante europeo e incluso por el mismo intelectual norteamericano). En cierto modo, esa hiperrealidad forma una red de remisiones e influencias que se extienden al final incluso a los productos de la cultura culta y de la industria del entretenimiento. De lo que se trata es de encontrarla.

Pongámonos entonces en camino, llevando un hilo de Ariadna, un «¡ábrete, sésamo!» que permita identificar el objeto de esta peregrinación, cualquiera que sea la forma que asuma. Podemos identificarlo en dos eslogans típicos que invaden muchas publicidades. El primero difundido por la Coca-Cola, aunque utilizado también como fórmula hiperbólica en el lenguaje común, es the real thing (que significa el máximo, lo mejor, el non plus ultra, pero literalmente «la cosa verdadera»); el segundo, que se lee y se oye en la TV, es more, que es una manera de decir «otra vez», pero en forma de «más»; no se dice «el programa continuará dentro de un momento», sino «more to come», no se dice «sírvame café otra vez» u «otro café», sino «more coffee», no se dice que tal cigarrillo es más largo sino que es more, más de lo que estamos habituados a tener, más de lo que jamás podríamos desear, que habrá hasta para tirar: ahí radica el bienestar.

He aquí la razón de nuestro viaje a la hiperrealidad en busca de los casos en los que la imaginación norteamericana quiere la cosa verdadera y para ello debe realizar lo falso absoluto; y donde los límites entre el juego y la ilusión se confunden, donde el museo de arte se contamina de la barraca de feria y donde la mentira se goza en una situación de «pleno», de horror vacui.

La primera etapa ha sido el Museo de la Ciudad de Nueva York, que relata el nacimiento y la vida de la ciudad de Peter Stuyvesant y la compra de Manhattan por los holandeses, que pagaron a los indios el equivalente de veinticuatro dólares actuales. El museo está realizado con cuidado, precisión histórica, sentido de las distancias temporales (que la East Coast puede permitirse mientras que, como veremos, la West Coast no sabe aún realizar) y con una notable imaginación didáctica. En la actualidad, es indudable que el diorama constituye una de las máquinas didácticas más eficaces y menos aburridas: la reconstrucción en escala reducida, el teatrillo o el pesebre. Y el museo está lleno de pequeños pesebres en vitrinas de cristal, ante los cuales los niños visitantes, que son muchos, pueden exclamar: «Eh, mira, aquí está Wall Street», como los niños italianos dicen «Mira, esto es Belén, y el asno y el buey». Pero, ante todo, el diorama trata de presentarse como sustitutivo de la realidad, más verdad que ésta: cuando acompaña al documento (pergamino o grabado) es indudable que la maqueta es más verosímil que el grabado, y, cuando no hay lámina o grabado junto al diorama, hay una fotografía en colores de éste, que parece un cuadro de época, aunque, naturalmente, el diorama es más eficaz, más vivido que el cuadro. En algunos casos, en fin, el cuadro de época podría estar allí: en determinado punto, una leyenda informa de la existencia de un retrato del siglo XVII de Peter Stuyvesant, y un museo europeo con preocupación didáctica colocaría una buena reproducción del retrato. El museo neoyorquino, en cambio, expone una estatuilla tridimensional de unos treinta centímetros de altura, que reproduce a Peter Stuyvesant tal como estaba representado en el cuadro, salvo que en éste, naturalmente, se veía sólo de frente o de tres cuartos, mientras que aquí aparece completo, incluidas las asentaderas.

Pero el museo neoyorquino hace algo más (por otra parte, no es el único museo del mundo en hacerlo, los mejores museos etnológicos siguen el mismo criterio): reconstruye a escala natural los interiores como el Oval Room de Johnson. En otros museos, por ejemplo en el espléndido museo antropológico de Ciudad de México, la reconstrucción, a veces impresionante, de una plaza azteca, con mercaderes, guerreros y sacerdotes, viene dada como tal; los hallazgos arqueológicos se encuentran aparte y cuando el hallazgo es reconstruido, en perfecto calco, se indica claramente al público que se trata de una reproducción. Ahora bien, el Museo de Nueva York no carece de precisión arqueológica y hace distinción entre las piezas verdaderas y las reconstruidas, pero la distinción aparece registrada en paneles explicativos junto a las vitrinas, donde, en lugar de la reconstrucción, el objeto original y el maniquí de cera se funden en un continuum que no despierta en el visitante deseos de descifrarlo. Y esto no sucede sólo porque, por una decisión pedagógica que no deseamos criticar, los preparadores quieran que el visitante se sumerja en una atmósfera y se identifique con el pasado sin pretender que para ello se convierta en filólogo y arqueólogo, sino también porque el dato reconstruido llevaba ya en sí ese pecado original de «nivelación de pasados» y de fusión entre copia y original. En este sentido es ejemplar la gran vitrina que reproduce por entero el salón de la casa de Mr. y Mrs. Harkness Flager, de 1906. Se advierte de inmediato que una casa particular de hace ochenta años es ya un dato arqueológico: lo cual dice mucho sobre el voraz consumo del presente y sobre la «preterización» constante que realiza la cultura norteamericana en su proceso alternativo de proyección de ciencia-ficción y de remordimiento nostálgico: resulta singular que en las grandes casas de venta de discos, en el sector denominado «Nostalgia», encontremos junto a la sección de los años cuarenta y cincuenta la sección de los años sesenta y setenta.

Pero, ¿cómo era la casa original de los señores Harkness Flager? Como explica el panel didáctico, el salón era una adaptación de la sala del zodíaco del Palacio Ducal de Mantua. El techo estaba copiado de una bóveda de construcción eclesiástica veneciana, que se conserva actualmente en el Museo dell'Accademia. Los entrepaños de las paredes son de estilo pompeyano prerrafaelita y el fresco sobre la chimenea recuerda a Puvis de Chavannes. Ahora bien, esta falsedad viviente que era la casa de 1906 se encuentra maníacamente falsificada en la vitrina del museo, hasta el punto de que resulta muy difícil determinar cuáles son las partes originales del salón y cuáles las falsificaciones que actúan como conexión ambiental (además, saberlo no cambiaría nada, porque las reconstrucciones de la reconstrucción son perfectas y solamente un desvalijador a sueldo de un anticuario podría verse preocupado por la dificultad de distinguirlas). Los muebles son, sin duda, los del verdadero salón —que, se supone, debían ser muebles verdaderos, de verdadero anticuario—, pero no se comprende bien qué es el techo, ni si, obviamente falsos los maniquíes de la señora, de la doncella y de la niña, que hablan con una visitante, son en cambio verdaderos, es decir, de 1906, los trajes con que van vestidas.

¿Qué hay que lamentar aquí? ¿La impresión de hielo mortuorio que envuelve la escena? ¿La ilusión de verdad absoluta, que emana de todo eso para el visitante más ingenuo? ¿La «pesebrización» del universo burgués? ¿La lectura a dos niveles que propone el museo, con informaciones anticuariales para quien desee descifrar los paneles, y la ocultación de lo verdadero en lo falso y de lo antiguo en lo moderno para los más distraídos?

¿Lamentarse de la reverencia kitsch que sobrecoge al visitante, excitado por su encuentro con un pasado mágico? ¿O del hecho de que, procedente de los slums o de los rascacielos y de una educación que carece de nuestra dimensión histórica, todo eso recoge, al menos en cierta medida, la idea del pasado? Porque he visto allí a grupos de escolares negros muy excitados y divertidos, indudablemente mucho más partícipes que un grupo de niños blancos europeos que fueran obligados a recorrer el Louvre...

A la salida, junto a las postales y libros de historia ilustrada, se venden reproducciones de pergaminos históricos, desde el contrato de compra de Manhattan hasta la Declaración de Independencia. De éstos se dice «It looks old and feels old», porque el facsímil, además de la ilusión táctil, tiene también un aroma de vieja especia. Casi verdadero. Lamentablemente, el contrato de compra de Manhattan, redactado en caracteres seudoantiguos, está en inglés, mientras que el original estaba redactado en holandés. Y, por tanto, no se trata de un facsímil, sino —si se nos permite el neologismo— de un «fac-distinto». Como en una novela de Heinlein o de Asimov, se tiene la impresión de entrar y salir del tiempo en una niebla espacio-temporal en la que los siglos se confunden. La misma sensación que experimentaremos en uno de los museos de cera de la costa californiana cuando veamos, en un café estilo marina de Brighton, a Mozart y Caruso sentados ante la misma mesa, con Hemingway detrás, de pie, mientras Shakespeare, taza en mano, conversa con Beethoven en la otra mesa.


Por otra parte, en Old Bethpage Village, en Long Island, se intenta reconstruir una granja de principios del siglo XIX tal como era. Pero «tal como era» quiere decir con el ganado, vivo, igual al de entonces, y ocurre que las ovejas de aquella época experimentaron pronto —por obra de ingeniosas hibridaciones— una interesante evolución: entonces tenían el hocico negro, desprovisto de lana, y ahora tienen el hocico blanco, cubierto de lana, y rinden obviamente mucho más. Los ecólogos arqueólogos de los que hablamos están trabajando para conseguir una nueva hibridación de la especie y obtener una «evolution retrogression». Pero la asociación nacional de criadores ha protestado enérgicamente por este insulto al progreso zootécnico, dando origen a un litigio: los partidarios del siempre adelante contra los del adelante hacia atrás, en el que no se sabe quiénes son los más «fantacientíficos» y quiénes son los verdaderos falsificadores de la naturaleza. En cuanto a las luchas por la real thing, nuestro viaje no acaba ciertamente aquí: more to come.


Recopilación de ensayos
Editorial DEBOLS!LLO (2012)