miércoles, 4 de enero de 2023

Lanegan


Mark Lanegan (1964-2022). Foto: Anna Hrnjak


Al principio no capté la advertencia, tenía la mente fija en el chute que remataba mi rutina matutina, el alivio para lo que en aquel momento era solo un dolor leve y punzante.
-La policía -volvió a susurrar el taxista africano con un marcado acento mientras gesticulaba poniendo los ojos en blanco y encorvando los hombros para mirar por el espejo retrovisor donde, efectivamente, los tres jóvenes de la furgoneta que teníamos detrás parecían policías de incógnito, deseosos de meterle una paliza a alguien. Tal vez a mí.
Simon San Luis, mi compañero de drogas, un travesti de casi un metro noventa y cinco, y yo acabábamos de pillar una bolsa de caballo y otra de coca, que yo me había guardado de forma un tanto descuidada en el bolsillo desabrochado de la camisa. Llevaba un paquete de jeringuillas nuevas en el bolsillo delantero de mis pantalones ajustados, ya que hoy no contaba con toparme con las autoridades. Ahora me sentía totalmente expuesto.
Tras recorrer diez manzanas a través del barrio de Capitol Hill de Seattle, era obvio que nos estaban siguiendo. Cuando el coche se detuvo justo al final de la calle de mi edificio, me bajé y empecé a caminar por la acera, intentando actuar con la mayor naturalidad posible. Simon salió por el otro lado y, enfundado en una falda vaquera de lo más vulgar y unos zapatos de cuña que le hacían aún más alto, comenzó a atravesar el solar de gravilla que había entre los edificios, donde por el rabillo del ojo ví que dos tipos lo tiraban al suelo... No pintaba bien la cosa. Ya casi había llegado a la esquina cuando de repente un policía joven y bajito, que iba con vaqueros y camiseta de tirantes, saltó delante de mí, me plantó una placa en la cara y me dijo:
-¡Espera un segundo, colega! ¿Adónde vas tan rápido?
Levanté las manos automáticamente y puse mi mejor cara impostada de perplejidad, en plan "¿de qué va esto?".
-Me voy a casa. -señalé sin más hacia el edificio de mi apartamento.
-¿Esto qué es? -me preguntó, extendiendo la mano para palpar las drogas a través de la fina tela de mi camisa.
-¿Pero de que coño vas, tío? ¡Que vivo aquí! ¿Qué quieres? -le espeté mientras me alejaba de él con indignación impostada. Hice un cálculo mental rápido de lo mal que me pondría en el trullo antes de salir bajo fianza, ya que esa mañana aún no me había chutado. Al final de la calle, podía ver a Simon y al taxista sentados en la acera esposados, con los pies en la alcantarilla, y que habían sacado todo el asiento trasero del taxi.
-Vale, tío, enséñame el DNI.
Mentalmente visualicé mi pasaporte en mi apartamento en la mesita del centro, recubierto de pipas de crack, con una montaña de jeringuillas usadas justo al lado. Esa opción quedaba descartada.
-No lo llevo encima. Me llamo Mark Lanegan.
El policía entrecerró los ojos, me miró con detenimiento y luego dijo:
-¿Tu no eras cantante?
Después de acompañarme calle abajo hasta la furgoneta de vigilancia, sacó una fotito en blanco y negro de la guantera: un tipo al que buscaban por robar un coche y con quien yo guardaba cierto parecido. Me hizo firmarla con un bolígrafo y luego nos dejó irnos.

'Cantar Hacia Atrás y LLorar'