viernes, 15 de noviembre de 2013

Patti Smith recuerda a Lou Reed

Patti Smith: Mourning Lou Reed


Patti Smith, Lou Reed & co. N.Y. 1975. Foto: Kate Simon (?)

La mañana del Domingo me levanté temprano. La noche antes había decidido visitar el océano, así que me armé con un libro y una botella de agua en el bolso y puse rumbo a la playa Rockaway. Parecía una fecha señalada, pero no recordaba por qué. La playa estaba vacía y, cerca como estaba el aniversario del huracán Sandy, la mar serena parecía conjurar las contradicciones de la naturaleza. Me quedé un buen rato, siguiendo con la vista el vuelo bajo de un avión, cuando recibí un mensaje de texto de mi hija, Jesse. Lou Reed había muerto. Afligida, respiré hondo. Le había visto en la ciudad con su esposa, Laurie, muy recientemente y me dió la impresión de que estaba muy enfermo. Una sensación de fatiga ensombrecía su brillo de costumbre. Cuando Lou se despidió, sus ojos oscuros parecían contener una tristeza benevolente e infinita.
Le conocí en el Max's Kansas City en 1970. Los Velvet Underground tenían dos actuaciones seguidas cada noche durante unas pocas semanas de ese verano. Un Donald Lyons crítico y escolar estaba sorprendido de que yo no los hubiera visto todavía en directo y me escoltó escaleras arriba para el segundo pase de la primera noche. Me encantaba bailar, y podías bailar durante horas con la música de la Velvet. Una música surf doo-wop y disonante que te permitía moverte muy rápido y muy lento. Fue mi tardío y revelador encuentro con la "Hermana Ray."
Unos años después, en esa misma sala superior del Max's, Lenny Kaye, Richard Sohl, y yo presentábamos nuestra propia versión de la tierra de las mil danzas. Lou solía venir para comprobar en qué andábamos. Un tipo complicado como era, lo mismo elogiaba nuestros esfuerzos que, al momento, me probaba y provocaba con maneras de un colegial maléfico. Yo solía evitarle un poco pero, como un felino, se presentaba por sorpresa y me desarmaba con alguna frase prestada de Delmore Schwartz sobre el amor o el coraje o lo que fuera. Yo no entendía bien su comportamiento errático o la intensidad de sus emociones que pasaban, como las de sus colegas, de desbordantes a melancólicas. Pero simpatizaba con su devoción por la poesía y la cualidad expedicionaria de sus actuaciones. Tenía los ojos negros, la camiseta negra, la piel pálida. Era un tipo curioso, a veces susceptible, y lector voraz, y un explorador sónico. Un pedal de guitarra inusual era para él como otra forma más de poesía. Y él era nuestro eslabón con el aire infame de la Factory de Warhol. Edie [Sedwick] bailó sus canciones. Andy cuchicheaba secretos en su oído. Lou introdujo la sensibilidad de la Literatura y la Poesía en su música. Era el poeta neoyorquino de nuestra generación, venciendo a sus contrincantes como Whitman venció a sus represores y Lorca derrotó a sus ejecutores.
Cuando mi banda evolucionó y fuimos capaces de tocar su música, Lou nos otorgó sus bendiciones. Al final de los 70s, estaba a punto de mudarme a Detroit cuando me topé con él en el ascensor del viejo Hotel Gramercy Park. Yo tenía un libro de poemas de Rupert Brooke. Me arrebató el libro de las manos y miramos juntos la foto del autor. Hermoso, dijo, y tan triste. Fue un momento de serenidad completa.
Con las noticias de la muerte de Lou, una sensación envolvente me embriagaba, para luego estallar en una conjunción de energía desbordante. Me llegaron montones de mensajes. Una llamada de Sam Shepard mientras conducía su camioneta rumbo a Kentucky. Un humilde fotógrafo japonés me escribía desde Tokio - "Estoy llorando".
Mientras compartía mi duelo con el mar, dos imágenes vinieron a mi cabeza, subrayadas sobre el cielo de papel. La primera el rostro de su mujer, Laurie. Ella era su espejo, en sus ojos podías ver su gentileza, sinceridad y empatía. Otra era el gran velero que él anhelaba manejar en la letra de aquella obra maestra suya, 'Heroin'. Lo imaginaba esperándolo amparado por las costelación de poetas que él tanto deseaba conocer.
Antes de irme a dormir busqué alguna efeméride significativa para esa fecha -el 27 de Octubre- y me encontré con que era el día de nacimiento tanto de Dylan Thomas como de Sylvia Plath. Lou había elegido el día perfecto para salir a navegar, el día de los poetas, un domingo por la mañana, el mundo tras de sí.


On Sunday morning, I rose early. I had decided the night before to go to the ocean, so I slipped a book and a bottle of water into a sack and caught a ride to Rockaway Beach. It felt like a significant date, but I failed to conjure anything specific. The beach was empty, and, with the anniversary of Hurricane Sandy looming, the quiet sea seemed to embody the contradictory truth of nature. I stood there for a while, tracing the path of a low-flying plane, when I received a text message from my daughter, Jesse. Lou Reed was dead. I flinched and took a deep breath. I had seen him with his wife, Laurie, in the city recently, and I’d sensed that he was ill. A weariness shadowed her customary brightness. When Lou said goodbye, his dark eyes seemed to contain an infinite and benevolent sadness.
I met Lou at Max’s Kansas City in 1970. The Velvet Underground played two sets a night for several weeks that summer. The critic and scholar Donald Lyons was shocked that I had never seen them, and he escorted me upstairs for the second set of their first night. I loved to dance, and you could dance for hours to the music of the Velvet Underground. A dissonant surf doo-wop drone allowing you to move very fast or very slow. It was my late and revelatory introduction to “Sister Ray.”
Within a few years, in that same room upstairs at Max’s, Lenny Kaye, Richard Sohl, and I presented our own land of a thousand dances. Lou would often stop by to see what we were up to. A complicated man, he encouraged our efforts, then turned and provoked me like a Machiavellian schoolboy. I would try to steer clear of him, but, catlike, he would suddenly reappear, and disarm me with some Delmore Schwartz line about love or courage. I didn’t understand his erratic behavior or the intensity of his moods, which shifted, like his speech patterns, from speedy to laconic. But I understood his devotion to poetry and the transporting quality of his performances. He had black eyes, black T-shirt, pale skin. He was curious, sometimes suspicious, a voracious reader, and a sonic explorer. An obscure guitar pedal was for him another kind of poem. He was our connection to the infamous air of the Factory. He had made Edie Sedgwick dance. Andy Warhol whispered in his ear. Lou brought the sensibilities of art and literature into his music. He was our generation’s New York poet, championing its misfits as Whitman had championed its workingman and Lorca its persecuted.
As my band evolved and covered his songs, Lou bestowed his blessings. Toward the end of the seventies, I was preparing to leave the city for Detroit when I bumped into him by the elevator in the old Gramercy Park Hotel. I was carrying a book of poems by Rupert Brooke. He took the book out of my hand and we looked at the poet’s photograph together. So beautiful, he said, so sad. It was a moment of complete peace.
As news of Lou’s death spread, a rippling sensation mounted, then burst, filling the atmosphere with hyperkinetic energy. Scores of messages found their way to me. A call from Sam Shepard, driving a truck through Kentucky. A modest Japanese photographer sending a text from Tokyo—“I am crying.”
As I mourned by the sea, two images came to mind, watermarking the paper- colored sky. The first was the face of his wife, Laurie. She was his mirror; in her eyes you can see his kindness, sincerity, and empathy. The second was the “great big clipper ship” that he longed to board, from the lyrics of his masterpiece, 'Heroin.' I envisioned it waiting for him beneath the constellation formed by the souls of the poets he so wished to join. Before I slept, I searched for the significance of the date—October 27th—and found it to be the birthday of both Dylan Thomas and Sylvia Plath. Lou had chosen the perfect day to set sail—the day of poets, on Sunday morning, the world behind him.