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Patti Smith·'Eramos Unos Niños'
La cantautora, poeta y artista Patti Smith y el fotógrafo Robert Mapplethorpe se conocieron recién llegados a Nueva York cuando eran adolescentes; ella dejaba atrás el campo tras un embarazo no deseado y él salía del ambiente de una familia conservadora, uniendo ambos sus sueños de bohemia y Arte. Iniciaron una relación amorosa que tras romperse selló una fuerte amistad. Mapplethorpe, mientras su vida se apagaba por culpa del SIDA, le pidió a la Smith que escribiera la historia de ese vínculo común desde su punto de vista. Este libro contiene las memorias de esa amistad y de las motivaciones creativas y personales de dos grandes artistas. Ahí van un par de extractos:
"La ciudad ardía, pero aún llevaba puesta mi gabardina. Me daba confianza mientras recorría las calles en busca de trabajo, con el único currículum de un turno en una fábrica, vestigios de una educación incompleta y un uniforme de camarera inmaculadamente almidonado. Logré un puesto en un pequeño restaurante italiano llamado Joe’s en Times Square. Tres horas la primera jornada; después de derramar una bandeja de ternera a la parmesana en el traje de un cliente fuí liberada de mis responsabilidades. Sabiendo que nunca iba a ser una buena camarera, dejé el uniforme —sólo ligeramente manchado— y los tacones que le hacían juego en un baño público. Me los había dado mi madre, un uniforme blanco con zapatos blancos, invirtiendo en ellos sus propias esperanzas sobre mi bienestar. Ahora eran como lirios marchitos olvidados en un lavamanos blanco.
Atravesaba la gruesa atmósfera sicódelica de St. Mark’s Place sin estar preparada para la revolución en marcha. Había un aire de vaga e inquietante paranoia, una corriente subterránea de rumores, fragmentos de diálogos robados anticipando la revolución. Sólo me senté ahí tratando de entenderlo, el aire grueso del humo de yerba puede explicar mis adormilados recuerdos. Me abrí camino en una gruesa teleraña de conciencia cultural cuya existencia desconocía.
Había vivido en el mundo de mis libros, escritos la mayoría en el siglo diecinueve. Aunque podía dormir en bancos, en el metro y en cementerios hasta tener un trabajo, no estaba lista para el hambre constante que me corroía. Era una cosa flaca con un metabolismo rápido y gran apetito. El romanticismo no me saciaba el apetito. Aún Baudelaire tuvo que comer. Sus cartas contenían mucho de un desesperado deseo a gritos de carne y cerveza.
Necesitaba un empleo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en la sucursal de la librería Brentano’s en el Uptown. Habría preferido la sección de poesía a tener que anunciar las ofertas de joyas y artesanía étnicas, pero me gustaba mirar las baratijas de países lejanos: brazaletes bereberes, collares de conchas de Afganistán, y un Buda engarzado en una joya. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia. Estaba hecho de dos placas metálicas ligadas con grueso hilo negro y plata, como un escapulario muy antiguo y exótico. Valía dieciocho dólares, lo que parecía entonces mucho dinero. Cuando las cosas estaban calmadas lo sacaba de su caja y delineaba la caligrafía grabada en su superficie violeta, fantaseando acerca de sus orígenes.
Poco después de que empecé a trabajar ahí, un chico que había conocido brevemente en Brooklyn vino a la tienda. Se veía distinto con camisa blanca y corbata, como un estudiante de colegio católico. Dijo que trabajaba en el Bretano’s del Downtown y que tenía un crédito que quería usar. Se tomó su tiempo mirándolo todo, los abalorios, las pequeñas figuras, los anillos de turquesa.
Finalmente dijo “quiero éste”. Era el collar persa.
“Es mi favorito también”, le respondí. “Me recuerda a un escapulario”.
“¿Eres católica?”, preguntó.
“No, sólo es que me gustan los objetos católicos”.
“Yo fuí monaguillo”, rió. “Me encantaba mecer el incensario”.
Estaba feliz por que hubiera elegido la misma pieza que yo, aunque triste por verla partir. Cuando la envolví y se la dí, le dije impulsivamente “no se la des a ninguna chica, sólo a mí”.
Me sentí avergonzada, pero él sonrió y dijo “no lo haré”.
Cuando se fue, miré el lugar vacío donde había estado aquel objeto, sobre un pedazo de terciopelo negro. A la mañana siguiente una pieza más elaborada había tomado su lugar, pero carecía del misterio sencillo del collar persa.
Al final de mi primera semana sentía bastante hambre y aún no tenía dónde ir. Tomé la tienda como dormitorio. Me escondería en el baño mientras los demás se iban, y después de que el vigilante nocturno cerrara dormiría sobre mi abrigo. Por la mañana aparecería como si hubiera llegado temprano a trabajar. No tenía ni un centavo y hurgué en los bolsillos de los uniformes para comprar galletas de mantequilla de cacahuete en la máquina expendedora. Desmoralizada por el hambre me chocó que no hubiera ningún sobre para mí el día de pago. No había entendido que la primera semana de pago se retenía, y me fuí al baño a llorar.
De regreso a la caja registradora ví a un tipo al acecho, observándome. Tenía barba y llevaba una camiseta a rayas y una de esas chaquetas con parches de gamuza en los codos. El supervisor nos presentó. Era un escritor de ciencia ficción y quería invitarme a cenar. Aunque yo tenía veinte años, la advertencia de mi madre de no salir con extraños resonó en mi conciencia. Pero la perspectiva de una cena la debilitó y acepté. Esperaba que todo iría bien si el tipo era escritor, aunque parecía más bien un actor jugando a ser escritor.
Caminamos calle abajo hasta un restaurante en la base del Empire State. Nunca había comido en un buen local de Nueva York. Traté de pedir algo que no fuera caro y elegí pescado por 5.95 dólares, lo más barato de la carta. Todavía puedo ver a la camarera poniendo el plato ante mí con una gran ración de puré de papas y un pedazo de pescado recocido. Aunque me estaba muriendo de hambre, fue difícil disfrutarlo. Me sentí incómoda y no sabía cómo manejar la situación ni por qué él quería cenar conmigo. Parecía como si estuviera gastando un montón de dinero en mí y me preocupaba qué es lo que podía esperar a cambio.
Después de cenar nos fuimos caminando al Downtown. Enfilamos hacia el Este por el parque Tompkins Square y nos sentamos en un banco. Estaba planeando la huida cuando sugirió ir a su apartamento para tomar un trago. Este era, pensé, el momento crucial sobre el que mi madre me había advertido. Miré alrededor desesperadamente, incapaz de responder, hasta que ví acercarse a un hombre joven. Fue como si un pequeño portal del futuro se abriera para mí; de ahí salió el chico de Brooklyn que había elegido el collar persa, como respuesta al ruego de una adolescente. Reconocí de inmediato sus piernas arqueadas al andar y sus rizos alborotados. Iba con súeter y una chaqueta de piel de oveja. Del cuello le colgaban collares de perlas; un pastor de ovejas hippie. Corrí hacia él y lo agarré del brazo.
“Hola, ¿me recuerdas?”
“Claro”, sonrió.
“Necesito ayuda”, le dije. “¿Puedes hacer como que eres mi novio?”
“Seguro”, dijo, como si no le sorprendiera mi aparición repentina.
Lo arrastré hacia el escritor de ciencia ficción. “Este es mi novio”, dije sin aliento. “Me estaba buscando. Es un loco. Quiere que vaya a casa con él ahora”. El tipo nos miró ridículamente.
“Corre”, grité, el chico agarró mi mano y salimos a través del parque hacia otra parte.
Sofocados, nos desplomamos en la entrada de una casa. “Gracias, salvaste mi vida”, dije. Aceptó la noticia con expresión de desconcierto.
“No te he dicho mi nombre, es Patti”.
“Me llamo Bob”.
“Bob”, dije mirándolo realmente por primera vez. “De alguna manera no me pareces un Bob. ¿Está bien si te llamo Robert?”.
El sol se había puesto en la Avenida B. Tomó mi mano y vagamos por el East Village. Me compró una crema de huevo en el Gem Spa, en la esquina de St. Mark’s con la Segunda Avenida. Hablé casi todo el tiempo. Él sólo sonreía y escuchaba. Le conté historias de mi infancia, la primera de muchas: Stephanie, el campo, y el salón de baile cruzando la carretera. Me sorprendí cómoda y abierta con él. Después me dijo que estaba en un viaje de ácido.
Sólo había leído sobre el LSD en un pequeño libro llamado 'Collages' de Anaïs Nin. No estaba al tanto de la cultura de las drogas que florecía en el verano del 67. Tenía una visión romántica de ellas y las consideraba sagradas, reservadas para los poetas, los músicos de jazz y los rituales indígenas. Robert no parecía alterado o extraño, como yo podría haber imaginado. Irradiaba un dulce y malicioso encanto, tímido y protector. Caminamos hasta las dos de la mañana y finalmente, casi al mismo tiempo, confesamos que ninguno tenía donde ir. Nos reímos. Pero era tarde y estábamos cansados.
“Creo que sé donde podemos quedarnos”, dijo. Su último compañero de piso estaba fuera de la ciudad. “Sé donde esconde la llave; no creo que le importe”.
Tomamos el metro hacia Brooklyn. Su amigo vivía en Waverly, cerca del campus universitario de Pratt. Nos metimos en un callejón donde encontró la llave debajo de un ladrillo suelto y entramos al apartamento.
Nos intimidamos al entrar, no tanto por estar solos, sino porque era el piso de otra persona. Robert se preocupó por hacerme sentir cómoda y entonces, sin importar lo tarde que era, me preguntó si quería ver su trabajo que guardaba en el cuarto de atrás.
Robert lo extendió en el piso. Había dibujos y grabados; desenrolló pinturas que me recordaron a Richard Pousette-Dart y Henri Michaux. Energías múltiples irradiaban a través de palabras entretejidas y líneas caligráficas. Campos de energía construidos con capas de palabras. Pinturas y dibujos que parecían brotar del subconsciente.
Había una serie de discos entrelazando las palabras Ego Amor Dio, combinadas con su propio nombre; parecían desvanecerse y expandirse sobre las superficies planas. Mientras los veía, me sentí impulsada a contarle sobre las noches de mi niñez mirando figuras circulares que irradiaban del techo.
Abrió un libro de arte tántrico.
“¿Te refieres a esto?”, preguntó.
“Sí”.
Reconocí asombrada los círculos celestiales de mi infancia. Un mandala.
Me conmovió especialmente el dibujo que había hecho el día de los soldados caídos. Nunca había visto nada parecido. Lo que también me impactó fue la fecha: el día de Juana de Arco. El mismo día yo había prometido ante su estatua hacer algo importante de mí misma.
Se lo dije, y respondió que el dibujo simbolizaba su compromiso con el arte, sellado el mismo día. Me lo regaló sin dudar y comprendí que en ese breve espacio de tiempo habíamos renunciado a nuestra soledad y la habíamos reemplazado por confianza.
Miramos libros de dadá y el surrealismo y terminamos la noche inmersos en los esclavos de Miguel Ángel. Sin hablar absorbimos los pensamientos mutuos y recién al amanecer nos dormimos uno en los brazos del otro. Cuando despertamos me saludó con su sonrisa torcida y supe que era mi caballero.
Como si fuera lo más natural del mundo seguimos juntos, no dejándonos más que para ir al trabajo. Nada se habló; sólo fue comprensión recíproca.
Las siguientes semanas dependimos de la generosidad de los amigos de Robert para el alojamiento, particularmente de Patrick y Margaret Kennedy, en cuyo apartamento de la Avenida Waverly habíamos pasado la primera noche. La nuestra era una habitación en el ático con un colchón, los dibujos de Robert clavados a la pared, sus pinturas enrolladas en un rincón, y yo sólo aportaba mi maleta a cuadros. Estoy segura que no era poco para esta pareja albergarnos, teníamos precarios recursos y yo era socialmente torpe. Por las noches teníamos la suerte de compartir la mesa con los Kennedy. Juntábamos dinero, cada centavo destinado a tener nuestro propio lugar. Trabajé largas horas en Brentano’s saltándome los almuerzos. Hice amistad con otra empleada llamada Frances Finley. Era deliciosamente excéntrica y discreta. Deduciendo mi situación, me dejaba recipientes con sopa casera en la mesa del baño de empleados. Este pequeño gesto me fortaleció y selló una amistad duradera.
Cuando logramos juntar dinero suficiente, Robert buscó un lugar para vivir...
Hotel Chelsea. Viva irrumpió en el vestíbulo con un aire de Garbo inaccesible, tratando de intimidar al señor Bard para que no le preguntara por la renta. La cineasta Shirley Clarke y la fotógrafa Diane Arbus entraron cada una por su lado, ambas con la impresión de una misión delicada. Jonas Mekas, con su cámara y su sonrisa siempre presentes, disparó hacia los oscuros rincones de vida que rodeaban al Chelsea. Me paré ahí sujetando un cuervo negro disecado que había comprado por casi nada en el Museo Indígena Americano. Pensé que querían deshacerse de él. Había decidido llamarlo Raymond, por Raymond Roussel, el autor de 'Un Lugar Solitario'. Estaba pensando en el mágico portal que era ese vestíbulo cuando la puerta de vidrio se abrió como barrida por el viento y una figura familiar con capa negra y escarlata entró. Era Salvador Dalí. Miró nerviosamente alrededor, y entonces, viendo mi cuervo, sonrió. Puso su elegante y huesuda mano en mi cabeza y dijo: “Eres como un cuervo, un cuervo gótico”.
“Bueno”, le dije a Raymond, “otro día más en el Chelsea”.
A mediados de enero conocimos a Steve Paul, el manager de Johnny Winter. Steve era un empresario carismático que había aportado a los 60 uno de los grandes clubes de rock de Nueva York, el Scene. Situado en una calle lateral cerca de Times Square, se convirtió en lugar de reunión de músicos de gira y de jam sessions improvisadas a altas horas. Vestido con terciopelo azul y perpetuamente perplejo, tenía un poco de Oscar Wilde, un poco del gato de Cheshire. Negociaba un contrato de grabación para Johnny y lo había instalado en un par de habitaciones en el Chelsea.
Todos irrumpíamos por la noches en el Quijote. En el poco tiempo que pasamos con Johnny, quedé intrigada por su inteligencia y su apreciación instintiva del arte. Era abierto en la conversación y benevólamente extraño. Nos invitaron a verlo al Fillmore East, yo nunca había visto a un artista interactuar con su público con esa completa seguridad. Era intrépido y alegremente controvertido; girando como un devoto en éxtasis acechaba sobre el escenario meneando el velo de su cabellera blanca y pura. Rápido y fluido con la guitarra, paralizaba a la multitud con sus ojos desorbitados y la sonrisa juguetonamente demoníaca.
El día de la marmota fuimos a una pequeña fiesta para Johnny en el hotel, en celebración de su contrato con Columbia Records. Pasamos casi toda la noche charlando con Johnny y Steve Paul. A Johhny le gustaban los collares de Robert y ofreció comprarle uno; también le pidió que le diseñara una capa negra de visillo.
Sentada, noté que me sentía físicamente inestable, maleable, como si fuera de arcilla. Nadie parecía advertir que yo hubiera cambiado. El cabello de Johnny se doblaba como dos grandes orejas blancas. Steve Paul, vestido con su terciopelo azul, estaba recostado sobre un montón de almohadas, fumando un cigarro de marihuana tras otro a cámara lenta, contrastando con la errática presencia de Matthew entrando y saliendo de la habitación. Me sentí tan profundamente alterada que huí a encerrarme en nuestro viejo baño compartido en el décimo piso.
No estaba segura de qué podía sucederme. Mi experiencia reflejaba muy estrechamente la escena de “cómeme, bébeme” de Alicia en el País de las Maravillas. Traté de contactar con su reacción comedida y curiosa hacia su propia experiencia psicodélica. Razoné que alguien debía haberme administrado algún alucinógeno. No había tomado ninguna droga antes y mi conocimiento se limitaba a la observación de Robert o a la lectura de las visiones autoinducidas por la droga de Gautier, Michaux y Thomas de Quincey. Me acurruqué en un rincón, sin saber qué hacer. No quería que nadie me viera cambiar de tamaño, aunque eso sólo ocurriera en mi mente.
Robert, muy colocado también, recorrió el hotel hasta encontrarme, se sentó afuera de la puerta hablando, ayudándome a encontrar el camino de regreso.
Finalmente abrí la puerta. Dimos una caminata y volvimos a la seguridad de nuestra habitación. Al día siguiente nos quedamos en la cama. Me levanté con un look dramático: gafas negras e impermeable. Robert fue muy considerado al no burlarse, sobre todo por el impermeable.
Fue un hermoso día que culminó en una noche de pasión inusual. Escribí alegremente en mi diario acerca de esa noche, agregando un pequeño corazón como una chica adolescente.
Es difícil expresar la velocidad con que nuestras vidas cambiaron en los meses siguientes. Nunca habíamos estado tan cerca, pero nuestra felicidad pronto se nublaría por la ansiedad de Robert con el dinero.
No podía encontrar trabajo. Le preocupaba no poder mantener dos lugares. Hacía continuamente la ronda por las galerías regresando frustrado y desmoralizado. “Ellos no miran el trabajo para nada”, reclamaba. “Me toman el pelo tratando de ligar. Prefiero cavar zanjas que dormir con esa gente”.
Fue a una oficina de empleos a buscar trabajo a tiempo parcial, pero no le salió nada. Aunque a veces vendía un collar, irrumpir en el mercado de la moda era lento. Robert se deprimía cada vez más por el dinero, y porque recayera en mí la responsabilidad de obtenerlo. En parte fue el estrés por nuestra situación financiera lo que lo hizo volver a la idea de prostituirse..."
[...]"Nunca cupo la menor duda de que Robert fotografiaría mi retrato para la carátula de 'Horses', mi espada acústica envainada en una imagen suya. Yo no tenía ninguna idea preconcebida sobre cómo sería, sólo sabía que debía ser auténtica. Lo único que prometí a Robert fue que llevaría una camisa blanca sin ninguna mancha. Fui al Ejército de Salvación del Bowery y compré un montón de camisas blancas. Algunas me estaban grandes, pero la que más me gustaba estaba muy bien planchada y tenía un monograma debajo del bolsillo. Con ella puesta, me recordaba una fotografía de Jean Genet sacada por Brassaï en la que llevaba una camisa blanca remangada con un monograma. Mi camisa tenía bordadas las letras RV. Imaginé que había pertenecido a Roger Vadim, el director de 'Barbarella'. Le corté los puños para ponérmela debajo de mi chaqueta negra adornada con el broche de un caballo que me había regalado Allen Lanier.
Robert quería fotografiarme en el ático de la Quinta Avenida donde vivía Sam Wagstaff porque estaba bañado en luz natural. La ventana del chaflán proyectaba una sombra que dibujaba un triángulo de luz y Robert quería utilizarlo en la fotografía.
Me levanté de la cama y me di cuenta de que era tarde. Me di prisa en realizar mi ritual matutino. Fuí a la panadería marroquí que tenía a la vuelta de la esquina, compré un bollo crujiente, una ramita de menta fresca y unas cuantas anchoas. Regresé, herví agua y metí la menta en la tetera. Vertí aceite de oliva en el bollo abierto, lavé las anchoas, las puse adentro y las espolvoreé con pimienta de cayena. Me serví un vaso de té y preferí quitarme la camisa, sabiendo que, si no lo hacía, me mancharía la pechera de aceite.
Robert vino a buscarme. Estaba preocupado porque había muchas nubes. Terminé de vestirme: pantalones de pitillo negros, calcetines blancos de hilo y zapatillas de baile negras. Añadí mi cinta preferida y Robert me limpió las migas de la chaqueta negra.
Salimos a la calle. Robert tenía hambre, pero se negó a comerse mis bocadillos de anchoas, así que terminamos comiendo gachas con huevos en el Pink Tea Cup. El tiempo fue pasando sin apenas darnos cuenta.
Estaba nublado y oscuro y Robert miraba continuamente al cielo por si salía el sol. Al fin, por la tarde comenzó a despejar. Cruzamos Washington Square justo cuando el cielo amenzaba con volver a oscurecerse. Robert temió que se desvaneciera aquella luz e hicimos el resto del trayecto hasta la Quinta Avenida corriendo.
La luz ya estaba desapareciendo. Robert no tenía asistente. No habíamos hablado de lo que queríamos ni de cómo debía ser la fotografía. El la haría. Yo posaría.
Yo tenía pensada mi imagen. El tenía pensada la luz. Nada más. El apartamento de Sam era espartano e íntegramente blanco, estaba casi vacío y tenía un alto aguacate junto a la ventana que daba a la Quinta Avenida. Había un prisma enorme que refractaba la luz, descomponiéndola en arco iris que se proyectaban en una pared con un radiador blanco enfrente. Robert me colocó junto al triángulo. Las manos le temblaron mientras se preparaba para disparar. Me quedé quieta.
Las nubes iban y venían. A su fotómetro le ocurrió algo y él se puso un poco nervioso. Hizo unas cuantas fotografías. Dejó el fotómetro. Pasó una nube y el triángulo desapareció.
-Sabes, me encanta el blanco de la camisa. ¿Puedes quitarte la chaqueta? -dijo.
Me eché la chaqueta al hombro, como Frank Sinatra. Estaba llena de referencias. Él estaba lleno de luz y sombra.
-Ha vuelto -dijo.
Hizo unas cuantas fotografías más.
-La tengo.
-¿Cómo lo sabes?
-Lo sé.
Ese día sacó doce fotografías.
Unos días después me enseñó las hojas de contactos.
"Esta es la que tiene la magia", dijo.
Cuando ahora la miro, no me veo nunca a mí. Nos veo a los dos."
[Todas las fotografías: Patti Smith por Robert Mapplethorpe excepto indicada]
Jean Genet por Brassaï
Patti Smith & Robert Mapplethorpe, NY, 1970. Photo: Norman Seeff
"La ciudad ardía, pero aún llevaba puesta mi gabardina. Me daba confianza mientras recorría las calles en busca de trabajo, con el único currículum de un turno en una fábrica, vestigios de una educación incompleta y un uniforme de camarera inmaculadamente almidonado. Logré un puesto en un pequeño restaurante italiano llamado Joe’s en Times Square. Tres horas la primera jornada; después de derramar una bandeja de ternera a la parmesana en el traje de un cliente fuí liberada de mis responsabilidades. Sabiendo que nunca iba a ser una buena camarera, dejé el uniforme —sólo ligeramente manchado— y los tacones que le hacían juego en un baño público. Me los había dado mi madre, un uniforme blanco con zapatos blancos, invirtiendo en ellos sus propias esperanzas sobre mi bienestar. Ahora eran como lirios marchitos olvidados en un lavamanos blanco.
Atravesaba la gruesa atmósfera sicódelica de St. Mark’s Place sin estar preparada para la revolución en marcha. Había un aire de vaga e inquietante paranoia, una corriente subterránea de rumores, fragmentos de diálogos robados anticipando la revolución. Sólo me senté ahí tratando de entenderlo, el aire grueso del humo de yerba puede explicar mis adormilados recuerdos. Me abrí camino en una gruesa teleraña de conciencia cultural cuya existencia desconocía.
Había vivido en el mundo de mis libros, escritos la mayoría en el siglo diecinueve. Aunque podía dormir en bancos, en el metro y en cementerios hasta tener un trabajo, no estaba lista para el hambre constante que me corroía. Era una cosa flaca con un metabolismo rápido y gran apetito. El romanticismo no me saciaba el apetito. Aún Baudelaire tuvo que comer. Sus cartas contenían mucho de un desesperado deseo a gritos de carne y cerveza.
Necesitaba un empleo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en la sucursal de la librería Brentano’s en el Uptown. Habría preferido la sección de poesía a tener que anunciar las ofertas de joyas y artesanía étnicas, pero me gustaba mirar las baratijas de países lejanos: brazaletes bereberes, collares de conchas de Afganistán, y un Buda engarzado en una joya. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia. Estaba hecho de dos placas metálicas ligadas con grueso hilo negro y plata, como un escapulario muy antiguo y exótico. Valía dieciocho dólares, lo que parecía entonces mucho dinero. Cuando las cosas estaban calmadas lo sacaba de su caja y delineaba la caligrafía grabada en su superficie violeta, fantaseando acerca de sus orígenes.
Poco después de que empecé a trabajar ahí, un chico que había conocido brevemente en Brooklyn vino a la tienda. Se veía distinto con camisa blanca y corbata, como un estudiante de colegio católico. Dijo que trabajaba en el Bretano’s del Downtown y que tenía un crédito que quería usar. Se tomó su tiempo mirándolo todo, los abalorios, las pequeñas figuras, los anillos de turquesa.
Finalmente dijo “quiero éste”. Era el collar persa.
“Es mi favorito también”, le respondí. “Me recuerda a un escapulario”.
“¿Eres católica?”, preguntó.
“No, sólo es que me gustan los objetos católicos”.
“Yo fuí monaguillo”, rió. “Me encantaba mecer el incensario”.
Estaba feliz por que hubiera elegido la misma pieza que yo, aunque triste por verla partir. Cuando la envolví y se la dí, le dije impulsivamente “no se la des a ninguna chica, sólo a mí”.
Me sentí avergonzada, pero él sonrió y dijo “no lo haré”.
Cuando se fue, miré el lugar vacío donde había estado aquel objeto, sobre un pedazo de terciopelo negro. A la mañana siguiente una pieza más elaborada había tomado su lugar, pero carecía del misterio sencillo del collar persa.
Al final de mi primera semana sentía bastante hambre y aún no tenía dónde ir. Tomé la tienda como dormitorio. Me escondería en el baño mientras los demás se iban, y después de que el vigilante nocturno cerrara dormiría sobre mi abrigo. Por la mañana aparecería como si hubiera llegado temprano a trabajar. No tenía ni un centavo y hurgué en los bolsillos de los uniformes para comprar galletas de mantequilla de cacahuete en la máquina expendedora. Desmoralizada por el hambre me chocó que no hubiera ningún sobre para mí el día de pago. No había entendido que la primera semana de pago se retenía, y me fuí al baño a llorar.
De regreso a la caja registradora ví a un tipo al acecho, observándome. Tenía barba y llevaba una camiseta a rayas y una de esas chaquetas con parches de gamuza en los codos. El supervisor nos presentó. Era un escritor de ciencia ficción y quería invitarme a cenar. Aunque yo tenía veinte años, la advertencia de mi madre de no salir con extraños resonó en mi conciencia. Pero la perspectiva de una cena la debilitó y acepté. Esperaba que todo iría bien si el tipo era escritor, aunque parecía más bien un actor jugando a ser escritor.
Caminamos calle abajo hasta un restaurante en la base del Empire State. Nunca había comido en un buen local de Nueva York. Traté de pedir algo que no fuera caro y elegí pescado por 5.95 dólares, lo más barato de la carta. Todavía puedo ver a la camarera poniendo el plato ante mí con una gran ración de puré de papas y un pedazo de pescado recocido. Aunque me estaba muriendo de hambre, fue difícil disfrutarlo. Me sentí incómoda y no sabía cómo manejar la situación ni por qué él quería cenar conmigo. Parecía como si estuviera gastando un montón de dinero en mí y me preocupaba qué es lo que podía esperar a cambio.
Después de cenar nos fuimos caminando al Downtown. Enfilamos hacia el Este por el parque Tompkins Square y nos sentamos en un banco. Estaba planeando la huida cuando sugirió ir a su apartamento para tomar un trago. Este era, pensé, el momento crucial sobre el que mi madre me había advertido. Miré alrededor desesperadamente, incapaz de responder, hasta que ví acercarse a un hombre joven. Fue como si un pequeño portal del futuro se abriera para mí; de ahí salió el chico de Brooklyn que había elegido el collar persa, como respuesta al ruego de una adolescente. Reconocí de inmediato sus piernas arqueadas al andar y sus rizos alborotados. Iba con súeter y una chaqueta de piel de oveja. Del cuello le colgaban collares de perlas; un pastor de ovejas hippie. Corrí hacia él y lo agarré del brazo.
“Hola, ¿me recuerdas?”
“Claro”, sonrió.
“Necesito ayuda”, le dije. “¿Puedes hacer como que eres mi novio?”
“Seguro”, dijo, como si no le sorprendiera mi aparición repentina.
Lo arrastré hacia el escritor de ciencia ficción. “Este es mi novio”, dije sin aliento. “Me estaba buscando. Es un loco. Quiere que vaya a casa con él ahora”. El tipo nos miró ridículamente.
“Corre”, grité, el chico agarró mi mano y salimos a través del parque hacia otra parte.
Sofocados, nos desplomamos en la entrada de una casa. “Gracias, salvaste mi vida”, dije. Aceptó la noticia con expresión de desconcierto.
“No te he dicho mi nombre, es Patti”.
“Me llamo Bob”.
“Bob”, dije mirándolo realmente por primera vez. “De alguna manera no me pareces un Bob. ¿Está bien si te llamo Robert?”.
El sol se había puesto en la Avenida B. Tomó mi mano y vagamos por el East Village. Me compró una crema de huevo en el Gem Spa, en la esquina de St. Mark’s con la Segunda Avenida. Hablé casi todo el tiempo. Él sólo sonreía y escuchaba. Le conté historias de mi infancia, la primera de muchas: Stephanie, el campo, y el salón de baile cruzando la carretera. Me sorprendí cómoda y abierta con él. Después me dijo que estaba en un viaje de ácido.
Sólo había leído sobre el LSD en un pequeño libro llamado 'Collages' de Anaïs Nin. No estaba al tanto de la cultura de las drogas que florecía en el verano del 67. Tenía una visión romántica de ellas y las consideraba sagradas, reservadas para los poetas, los músicos de jazz y los rituales indígenas. Robert no parecía alterado o extraño, como yo podría haber imaginado. Irradiaba un dulce y malicioso encanto, tímido y protector. Caminamos hasta las dos de la mañana y finalmente, casi al mismo tiempo, confesamos que ninguno tenía donde ir. Nos reímos. Pero era tarde y estábamos cansados.
“Creo que sé donde podemos quedarnos”, dijo. Su último compañero de piso estaba fuera de la ciudad. “Sé donde esconde la llave; no creo que le importe”.
Tomamos el metro hacia Brooklyn. Su amigo vivía en Waverly, cerca del campus universitario de Pratt. Nos metimos en un callejón donde encontró la llave debajo de un ladrillo suelto y entramos al apartamento.
Nos intimidamos al entrar, no tanto por estar solos, sino porque era el piso de otra persona. Robert se preocupó por hacerme sentir cómoda y entonces, sin importar lo tarde que era, me preguntó si quería ver su trabajo que guardaba en el cuarto de atrás.
Robert lo extendió en el piso. Había dibujos y grabados; desenrolló pinturas que me recordaron a Richard Pousette-Dart y Henri Michaux. Energías múltiples irradiaban a través de palabras entretejidas y líneas caligráficas. Campos de energía construidos con capas de palabras. Pinturas y dibujos que parecían brotar del subconsciente.
Había una serie de discos entrelazando las palabras Ego Amor Dio, combinadas con su propio nombre; parecían desvanecerse y expandirse sobre las superficies planas. Mientras los veía, me sentí impulsada a contarle sobre las noches de mi niñez mirando figuras circulares que irradiaban del techo.
Abrió un libro de arte tántrico.
“¿Te refieres a esto?”, preguntó.
“Sí”.
Reconocí asombrada los círculos celestiales de mi infancia. Un mandala.
Me conmovió especialmente el dibujo que había hecho el día de los soldados caídos. Nunca había visto nada parecido. Lo que también me impactó fue la fecha: el día de Juana de Arco. El mismo día yo había prometido ante su estatua hacer algo importante de mí misma.
Se lo dije, y respondió que el dibujo simbolizaba su compromiso con el arte, sellado el mismo día. Me lo regaló sin dudar y comprendí que en ese breve espacio de tiempo habíamos renunciado a nuestra soledad y la habíamos reemplazado por confianza.
Miramos libros de dadá y el surrealismo y terminamos la noche inmersos en los esclavos de Miguel Ángel. Sin hablar absorbimos los pensamientos mutuos y recién al amanecer nos dormimos uno en los brazos del otro. Cuando despertamos me saludó con su sonrisa torcida y supe que era mi caballero.
Como si fuera lo más natural del mundo seguimos juntos, no dejándonos más que para ir al trabajo. Nada se habló; sólo fue comprensión recíproca.
Las siguientes semanas dependimos de la generosidad de los amigos de Robert para el alojamiento, particularmente de Patrick y Margaret Kennedy, en cuyo apartamento de la Avenida Waverly habíamos pasado la primera noche. La nuestra era una habitación en el ático con un colchón, los dibujos de Robert clavados a la pared, sus pinturas enrolladas en un rincón, y yo sólo aportaba mi maleta a cuadros. Estoy segura que no era poco para esta pareja albergarnos, teníamos precarios recursos y yo era socialmente torpe. Por las noches teníamos la suerte de compartir la mesa con los Kennedy. Juntábamos dinero, cada centavo destinado a tener nuestro propio lugar. Trabajé largas horas en Brentano’s saltándome los almuerzos. Hice amistad con otra empleada llamada Frances Finley. Era deliciosamente excéntrica y discreta. Deduciendo mi situación, me dejaba recipientes con sopa casera en la mesa del baño de empleados. Este pequeño gesto me fortaleció y selló una amistad duradera.
Cuando logramos juntar dinero suficiente, Robert buscó un lugar para vivir...
Hotel Chelsea. Viva irrumpió en el vestíbulo con un aire de Garbo inaccesible, tratando de intimidar al señor Bard para que no le preguntara por la renta. La cineasta Shirley Clarke y la fotógrafa Diane Arbus entraron cada una por su lado, ambas con la impresión de una misión delicada. Jonas Mekas, con su cámara y su sonrisa siempre presentes, disparó hacia los oscuros rincones de vida que rodeaban al Chelsea. Me paré ahí sujetando un cuervo negro disecado que había comprado por casi nada en el Museo Indígena Americano. Pensé que querían deshacerse de él. Había decidido llamarlo Raymond, por Raymond Roussel, el autor de 'Un Lugar Solitario'. Estaba pensando en el mágico portal que era ese vestíbulo cuando la puerta de vidrio se abrió como barrida por el viento y una figura familiar con capa negra y escarlata entró. Era Salvador Dalí. Miró nerviosamente alrededor, y entonces, viendo mi cuervo, sonrió. Puso su elegante y huesuda mano en mi cabeza y dijo: “Eres como un cuervo, un cuervo gótico”.
“Bueno”, le dije a Raymond, “otro día más en el Chelsea”.
A mediados de enero conocimos a Steve Paul, el manager de Johnny Winter. Steve era un empresario carismático que había aportado a los 60 uno de los grandes clubes de rock de Nueva York, el Scene. Situado en una calle lateral cerca de Times Square, se convirtió en lugar de reunión de músicos de gira y de jam sessions improvisadas a altas horas. Vestido con terciopelo azul y perpetuamente perplejo, tenía un poco de Oscar Wilde, un poco del gato de Cheshire. Negociaba un contrato de grabación para Johnny y lo había instalado en un par de habitaciones en el Chelsea.
Todos irrumpíamos por la noches en el Quijote. En el poco tiempo que pasamos con Johnny, quedé intrigada por su inteligencia y su apreciación instintiva del arte. Era abierto en la conversación y benevólamente extraño. Nos invitaron a verlo al Fillmore East, yo nunca había visto a un artista interactuar con su público con esa completa seguridad. Era intrépido y alegremente controvertido; girando como un devoto en éxtasis acechaba sobre el escenario meneando el velo de su cabellera blanca y pura. Rápido y fluido con la guitarra, paralizaba a la multitud con sus ojos desorbitados y la sonrisa juguetonamente demoníaca.
El día de la marmota fuimos a una pequeña fiesta para Johnny en el hotel, en celebración de su contrato con Columbia Records. Pasamos casi toda la noche charlando con Johnny y Steve Paul. A Johhny le gustaban los collares de Robert y ofreció comprarle uno; también le pidió que le diseñara una capa negra de visillo.
Sentada, noté que me sentía físicamente inestable, maleable, como si fuera de arcilla. Nadie parecía advertir que yo hubiera cambiado. El cabello de Johnny se doblaba como dos grandes orejas blancas. Steve Paul, vestido con su terciopelo azul, estaba recostado sobre un montón de almohadas, fumando un cigarro de marihuana tras otro a cámara lenta, contrastando con la errática presencia de Matthew entrando y saliendo de la habitación. Me sentí tan profundamente alterada que huí a encerrarme en nuestro viejo baño compartido en el décimo piso.
No estaba segura de qué podía sucederme. Mi experiencia reflejaba muy estrechamente la escena de “cómeme, bébeme” de Alicia en el País de las Maravillas. Traté de contactar con su reacción comedida y curiosa hacia su propia experiencia psicodélica. Razoné que alguien debía haberme administrado algún alucinógeno. No había tomado ninguna droga antes y mi conocimiento se limitaba a la observación de Robert o a la lectura de las visiones autoinducidas por la droga de Gautier, Michaux y Thomas de Quincey. Me acurruqué en un rincón, sin saber qué hacer. No quería que nadie me viera cambiar de tamaño, aunque eso sólo ocurriera en mi mente.
Robert, muy colocado también, recorrió el hotel hasta encontrarme, se sentó afuera de la puerta hablando, ayudándome a encontrar el camino de regreso.
Finalmente abrí la puerta. Dimos una caminata y volvimos a la seguridad de nuestra habitación. Al día siguiente nos quedamos en la cama. Me levanté con un look dramático: gafas negras e impermeable. Robert fue muy considerado al no burlarse, sobre todo por el impermeable.
Fue un hermoso día que culminó en una noche de pasión inusual. Escribí alegremente en mi diario acerca de esa noche, agregando un pequeño corazón como una chica adolescente.
Es difícil expresar la velocidad con que nuestras vidas cambiaron en los meses siguientes. Nunca habíamos estado tan cerca, pero nuestra felicidad pronto se nublaría por la ansiedad de Robert con el dinero.
No podía encontrar trabajo. Le preocupaba no poder mantener dos lugares. Hacía continuamente la ronda por las galerías regresando frustrado y desmoralizado. “Ellos no miran el trabajo para nada”, reclamaba. “Me toman el pelo tratando de ligar. Prefiero cavar zanjas que dormir con esa gente”.
Fue a una oficina de empleos a buscar trabajo a tiempo parcial, pero no le salió nada. Aunque a veces vendía un collar, irrumpir en el mercado de la moda era lento. Robert se deprimía cada vez más por el dinero, y porque recayera en mí la responsabilidad de obtenerlo. En parte fue el estrés por nuestra situación financiera lo que lo hizo volver a la idea de prostituirse..."
[...]"Nunca cupo la menor duda de que Robert fotografiaría mi retrato para la carátula de 'Horses', mi espada acústica envainada en una imagen suya. Yo no tenía ninguna idea preconcebida sobre cómo sería, sólo sabía que debía ser auténtica. Lo único que prometí a Robert fue que llevaría una camisa blanca sin ninguna mancha. Fui al Ejército de Salvación del Bowery y compré un montón de camisas blancas. Algunas me estaban grandes, pero la que más me gustaba estaba muy bien planchada y tenía un monograma debajo del bolsillo. Con ella puesta, me recordaba una fotografía de Jean Genet sacada por Brassaï en la que llevaba una camisa blanca remangada con un monograma. Mi camisa tenía bordadas las letras RV. Imaginé que había pertenecido a Roger Vadim, el director de 'Barbarella'. Le corté los puños para ponérmela debajo de mi chaqueta negra adornada con el broche de un caballo que me había regalado Allen Lanier.
Robert quería fotografiarme en el ático de la Quinta Avenida donde vivía Sam Wagstaff porque estaba bañado en luz natural. La ventana del chaflán proyectaba una sombra que dibujaba un triángulo de luz y Robert quería utilizarlo en la fotografía.
Me levanté de la cama y me di cuenta de que era tarde. Me di prisa en realizar mi ritual matutino. Fuí a la panadería marroquí que tenía a la vuelta de la esquina, compré un bollo crujiente, una ramita de menta fresca y unas cuantas anchoas. Regresé, herví agua y metí la menta en la tetera. Vertí aceite de oliva en el bollo abierto, lavé las anchoas, las puse adentro y las espolvoreé con pimienta de cayena. Me serví un vaso de té y preferí quitarme la camisa, sabiendo que, si no lo hacía, me mancharía la pechera de aceite.
Robert vino a buscarme. Estaba preocupado porque había muchas nubes. Terminé de vestirme: pantalones de pitillo negros, calcetines blancos de hilo y zapatillas de baile negras. Añadí mi cinta preferida y Robert me limpió las migas de la chaqueta negra.
Salimos a la calle. Robert tenía hambre, pero se negó a comerse mis bocadillos de anchoas, así que terminamos comiendo gachas con huevos en el Pink Tea Cup. El tiempo fue pasando sin apenas darnos cuenta.
Estaba nublado y oscuro y Robert miraba continuamente al cielo por si salía el sol. Al fin, por la tarde comenzó a despejar. Cruzamos Washington Square justo cuando el cielo amenzaba con volver a oscurecerse. Robert temió que se desvaneciera aquella luz e hicimos el resto del trayecto hasta la Quinta Avenida corriendo.
La luz ya estaba desapareciendo. Robert no tenía asistente. No habíamos hablado de lo que queríamos ni de cómo debía ser la fotografía. El la haría. Yo posaría.
Yo tenía pensada mi imagen. El tenía pensada la luz. Nada más. El apartamento de Sam era espartano e íntegramente blanco, estaba casi vacío y tenía un alto aguacate junto a la ventana que daba a la Quinta Avenida. Había un prisma enorme que refractaba la luz, descomponiéndola en arco iris que se proyectaban en una pared con un radiador blanco enfrente. Robert me colocó junto al triángulo. Las manos le temblaron mientras se preparaba para disparar. Me quedé quieta.
Las nubes iban y venían. A su fotómetro le ocurrió algo y él se puso un poco nervioso. Hizo unas cuantas fotografías. Dejó el fotómetro. Pasó una nube y el triángulo desapareció.
-Sabes, me encanta el blanco de la camisa. ¿Puedes quitarte la chaqueta? -dijo.
Me eché la chaqueta al hombro, como Frank Sinatra. Estaba llena de referencias. Él estaba lleno de luz y sombra.
-Ha vuelto -dijo.
Hizo unas cuantas fotografías más.
-La tengo.
-¿Cómo lo sabes?
-Lo sé.
Ese día sacó doce fotografías.
Unos días después me enseñó las hojas de contactos.
"Esta es la que tiene la magia", dijo.
Cuando ahora la miro, no me veo nunca a mí. Nos veo a los dos."
[Todas las fotografías: Patti Smith por Robert Mapplethorpe excepto indicada]
Jean Genet por Brassaï
Patti Smith & Robert Mapplethorpe, NY, 1970. Photo: Norman Seeff